Por Juan Mattio
El silencio es un cuerpo que cae tiene muchxs protagonistas. El padre, Jaime, que hereda a su hija 100 horas de filmación casera en los años de su infancia. El silencio de Monona, la madre, con sus apariciones espectrales en las grabaciones. Néstor, pareja de Jaime durante 11 años y después amigo de la familia. Agustina, la hija que revisa esos documentos (visuales) para contar el lado B y reconstruir la historia de su padre. Pero, entre todxs, hay un protagonista invisible: la tecnología.
Walter Benjamin dice que “el valor cultural de la imagen tiene su último refugio en el culto del recuerdo a los seres amados, los lejanos o los muertos”. La película de Agustina Comedi lleva al extremo esta hipótesis y la pone en crisis. El valor cultural de la imagen solo adquiere su fuerza cuando deviene valor de exposición. El silencio es un cuerpo que cae es la historia secreta de una familia capturada por el ojo de la cámara. Una historia personal que deviene política cuando es mirada -examinada, diría Benjamin- por otrxs.
Hubo un tiempo en que a lxs muertxs los visitábamos en el cementerio. La digitalización del mundo crea nuevas formas fúnebres. Nos cuesta recordar, tal vez porque está demasiado cerca, que durante milenios la humanidad se vio obligada a olvidar las voces de sus ausentes. Hoy quedan atrás audios de Whatsapp, perfiles de Fb, fotografías en el celular y un nude escondido en una carpeta de la laptop. Las vidas pueden ser reconstruidas e indagadas desde esos rastros tecnológicos. Y a veces mostrarnos nuestra propia historia como si fuera la de un extrañx.