«Último fin», un relato de Natalia Herrera
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Por Natalia Herrera
Compartimos un estremecedor relato sobre la potencia del vínculo entre hermanas, aún en las circunstancias más difíciles. Una noticia inesperada, un viaje a Brasil, una trama de traiciones y secretos, un padre en agonía, dos mujeres que se apuntalan y se rescatan mutuamente de la locura.
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Año y medio de diferencia. Eso nos llevamos. Yo soy mayor, soy la madre de esta relación, eso me lo dijo ella, una vez.
El verano era nuevo. Trabajaba en una pequeña empresa dedicada al comercio de silos. Mi puesto era mediocre y mis tareas las más bajas. Ordenar archivos, servir café, despachar cartas, hacer fotocopias. La pasaba mal. La secretaria y el técnico que dibujaba los planos eran amigos y siempre habían manejado sus tiempos y exagerado sus virtudes, hasta que llegué y se sintieron observados. Eso los puso alerta y les dio pie para una agresividad lenta y sostenida. Murmuraban atrás mío. Tengo el don del menosprecio y la falta de estabilidad, así que fue un calvario. Intente agradar para compensar mi sensación de estar fuera de lugar, pero no me dejaron ningún espacio libre para maniobrar. Café, mandados, orden.
Había atendido el kiosco de la estación de servicio de la avenida, saludaba al Sr. Viale cada vez que cargaba nafta y entraba a pagar con tarjeta. Teníamos un trato cordial, por eso cuando me vio llorando porque acababa de renunciar a la Shell harta del maltrato, me ofreció un puesto en su oficina. Así, un favor por unas lágrimas, mis nuevos compañeros no me dejaron olvidarlo mientras estuve ahí.
Cuando recibí el llamado de mi hermana entendí que era algo serio antes de agarrar el teléfono. Ella sabía que no podía molestarme.
-Naty, llamó la tía Pecha, dice que papá se está muriendo y que nos llama. Que es ahora, que nos está esperando.
-¿…esperando adónde? ¿Allá?
-Sí, allá.
-…
Brasil. Él había coqueteado entre los dos países, había vendido todo e invertido. En un sueño que nunca nos compartió, allá tenía casa y departamentos para alquilar. Vivía de rentas, al sol con su otra familia. Todo lo que había vendido era nuestra historia, la pajarería, el acuario, el camión, los diez metros en la feria de Domínico. No dejó nada. Se había ido sucio y sin culpa, mantenía todo lo suyo en secreto para que mi vieja no le pidiera nada, nada para nosotras. Y ahora nos llamaba, diecisiete años después.
Con sueldos de ajuste y documentos que nunca habían cruzado fronteras nos fuimos. Mi hermana y yo, en un viaje de ida que duró treinta horas.
Nosotras compartimos todo, desde niñas, la habitación, los juegos, la ropa, los revolcones en el suelo tirándonos del pelo, los recitales, la amistad. La trama que nos une es la que nos sostuvo cuando todo se desmoronaba. Ella me sigue, yo me animo porque me respalda. Soy la que elabora el discurso, por mínimo que sea.
Cuando llegamos nos recibe Delia, la mujer de mi padre. De repente recuerda todos los años de peleas con él y decide que no puede más. Que no puede hacerse cargo de un hombre de 1.80 y noventa kilos, que atraviesa su segundo ACV y que está atado a una cama porque se saca los pañales y los revolea por la sala. Ella no puede, nosotras sí.
Así es que lo vemos, un desconocido, un hombre desnudo que me toma los brazos con fuerza y me tira hacia su cama de hospital en la periferia de una ciudad paradisíaca.
En los pasillos, Ana y yo, nos acariciamos. Desconcertadas. Papá no muere, papá es una molestia que vinimos a remediar.
Delia nos aloja en una casa enorme, tres plantas, allí no vive nadie. Ella se fue a otra más pequeña porque ahí escucha ruidos y ve sombras que no la dejan dormir. Las cosas suceden en la planta alta, por eso las puertas están cerradas. No suban la escalera, dice.
Ana y yo tendemos unos colchones en el living, unos ventanales enormes dan al parque. Nos turnamos para dormir. Por las mañanas vamos al hospital, los doctores no hablan castellano, me pierdo todas las palabras médicas.
Delia quiere que busquemos un geriátrico mientras gestionamos el regreso a Argentina para Néstor, que lo último que le dijo en una pelea fue que tenía la concha seca.
Vieja concha seca, dijo.
Ahí, en otra casa enorme, también vive Mariel, con su marido y sus tres hijos. Mariel y yo tenemos la misma edad, con una semana de diferencia. Faltan unos años para que papá me confiese que es mi hermana. En ese momento sólo es la hija de Delia. Por la tarde Ana y yo vamos a la playa con Paco, su hijo más pequeño, pasamos horas y es el único momento de alegría. Cuando volvemos el niño presenta los primeros síntomas de un resfrío y no vamos a poder jugar con él nunca más. Conservo fotos de su pelo rubio y de su risa.
Cuando se vuelve insoportable la sucesión de días entre enfermos y noches entre fantasmas le pedimos a Delia que nos aloje en un departamento del centro.
En sus ratos de lucidez, que son muy pocos, mi padre nos cuenta que su mujer le hizo firmar varios papeles de títulos y propiedades, que nada queda a nombre de él y que nos ha quitado todo.
Mi padre es siniestro, cuando lo tuvo no lo compartió, pero ahora somos socios en las pérdidas.
Un mes que pasó como un tornado por mis nervios, un mes aguijoneada por la incertidumbre, vínculo ridículo, la sangre no es agua, dicen, pero tampoco debe ser un tipo desperdigando mierda.
Cuando volvimos, mi hermana se enfrascó en los preparativos de su casamiento. Dejamos de convivir. Esa fue nuestra despedida. Sólo por ella salí indemne. Sólo por ella resistí toda la furia que emanaba de mi madre cada vez que de chicas pedíamos por mi papá.
En ella descansa mi alma y mi cordura. No somos parias de los desquicios, no somos carne de aparecidos. Mi sangre es ella y yo mi hermana, yo soy tu madre.
Natalia, que se acercó a Sonámbula por compartir el taller de escritura de Dolores Reyes con Marcelo Simonetti, se presenta así: Mi nombre es Natalia Herrera, nací en Avellaneda, en abril del 1975. Nacida y criada en el conurbano bonaerense, hija de madre obrera, primera de mi familia en llegar a la universidad pública, estudié diseño de imagen y sonido en la UBA. Me dedico a la escritura documental, soy realizadora integral. Estoy trabajando en un libro de relatos autobiográficos que ven la luz en el marco del encierro pandémico.