Un tren feminista que sigue a toda marcha

Por Mariel Martínez

Mariel Martínez cuenta para Sonámbula cómo fue la inmensa movilización por Ni una menos de este lunes. Ida y vuelta en tren desde Morón, en vagones colmados de feministas de todas las edades. Otra crónica del crecimiento de un movimiento que no para y sigue denunciando violencias patriarcales y conquistando derechos, en la víspera de una histórica votación sobre el derecho al aborto libre, seguro y gratuito en Diputados. 

 

Soy parte de la parte del mundo que habita en el conurbano Oeste y que está acostumbrada a tomarse el Sarmiento lleno. No importa la hora, el andén, la dirección. Siempre lleno. Una entra como puede. Me acuerdo que una vez me la crucé a Norita Cortiñas en el andén de Morón. Iba a acompañar alguna lucha, algún reclamo. Como sé que vive cerca de Castelar, le pregunté por qué no había ido a esperar el tren a la estación anterior; quizás allí hubiera conseguido asiento. Me dijo que vivía justo entre Castelar y Morón, y que ella, para atrás, no iba nunca. Después me miró pícara quedar sin habla, se me rio con los ojos, y me metió a los empujones en el vagón repleto.  

Me gustan las mujeres que viajan en tren. En este tren, el que me tomo de chiquita.

Soy de acá. Mi papá y mi mamá vivieron, me criaron y murieron en un barrio pobre de esta parte del conurbano. Fui a una escuela pública donde iban pobres más pobres que yo. Cuando vuelvo a visitar las veredas de mi infancia rehago la cuenta de los que están presos, los que ya no están, las que tienen arriba de cinco hijos, las que abortaron y viven, las que se murieron abortando. Yo soy una de las contrapruebas empíricas a los axiomas de la gobernadora de la Provincia de Buenos Aires: fui a la universidad, aprendí de mis docentes, aprendí de mis compañeras, de mis compañeros, me recibí, seguí estudiando. Vidal, que es una mujer del oeste que no viaja en este tren, no sólo piensa que los pobres no estudian. Es peor: piensa que los pobres no deben estudiar. Me acuerdo ahora porque hace unas semanas que viajo leyendo a Rita Segato. Dice que el patriarcado es la organización jerárquica de un orden de estatus en donde hay dos posiciones, femenina y masculina, que no siempre se corresponden con cuerpos de mujeres y cuerpos de hombres, y también dice que en la desigualdad de ese sistema se funda la desigualdad de todos los otros. Y yo creo que esa página debería ilustrarse con una foto de Vidal a modo de ejemplo.

Una vez alguien me dijo que le gustaría dejar una camarita fija en alguno de los portaequipajes -las formaciones viejas tenían portaequipajes y asientos mullidos de cuerina- y hacer luego un análisis sociológico casi que del país. En verdad exageró un poco, pero en algo de eso siempre me quedé pensando. En los 90 me acuerdo de la gente durmiendo en las estaciones, de los trenes llenos, de cuando íbamos a las movilizaciones a Congreso y había que ser ágil para meter los palos de las banderas antes de que el tren cerrara las puertas. De que adentro nos encontrábamos con otros compañeros que venían de barrios de más atrás. De la Gendarmería, me acuerdo, todos machotes con armas largas. Hubo un tiempo que habitaban las estaciones torturando a las pibas y a los pibes que pedían. De que el tren andaba hasta muy tarde, entonces nos citábamos después de las marchas en La perla para volver en grupo.  De que si eras mujer tenías que cuidarte de las apoyadas. De la cara de algún que otro forro que aprovechado el tumulto se masturbó en mi espalda. Fuerte, ahora que pienso. Y sí, de adolescentes nos pasaban esas cosas. Y a veces nos quedábamos calladas porque qué iban a pensar, porque quedás como una loca, porque así es nuestra vida.

Aprendo de las mujeres de este tren.

Hoy iba lleno de pibas con el pañuelo verde. En la mochila, en las muñecas, en el cuello. Yo escuchaba las conversaciones llenas de deseos. Qué lindo que no tengan ni miedo ni vergüenza de ponerles nombre, de decirlos en voz alta. Íbamos apretadas y tambaleando porque los trenes son nuevos pero siguen andando mal. En cada sacudón nos agarrábamos de los brazos; a cada costado una compañera. Subían más con pañuelos y nos hacíamos chiquitas para que entraran y cuando parecía que no podíamos más se escuchó un grito desde una de las puertas: “Sororidad, hermanas”. Y nos reímos con ruido. Hacíamos ruido. Me acordaba y pensaba en esto: el feminismo es también la posibilidad de hacernos oír, de hablar en voz alta, de no guardar silencio, de hacer ruido. De reconocernos.  Cuánto más linda hubiera sido mi adolescencia si se hubiera llenado de feminismo. Cuántos silencios de mierda no hubieran tenido lugar.

Me conmueven las mujeres que llegan en tren. Entramos a Once cantando.

El subte también va lleno de pañuelos verdes, brillos y lápiz labial. Los pañuelos de las chicas son nuevitos, tienen dobladillo. Yo miro el mío en mi cuello. Está deshilachado. Debe tener, fácil, ocho años. Me acuerdo del tiempo de la lucha solitaria, de las compañeras de la campaña sin descanso, cabildeando, callejeando, entregando los pañuelos en las esquinas. Las pibas que bajaron del tren y se subieron a este subte tienen pañuelos con dobladillo y brillos y lápiz labial y son hermosas. Pienso en esto porque me acuerdo del primer Ni una Menos. También había llegado en tren, llena de bronca, de tristeza. También éramos un montón. Nos había convocado la sublevación ante una seguidilla de femicidios, pero después nos convocaron otros (a Lucía, de Mar del Plata, yo que no lo conocí todavía la extraño) y fue así después de cada después que nos necesitó juntas. Este tres de junio es especial porque está teñido de uno de los reclamos más urgentes de nuestra agenda-que vamos a conseguir-. De cuál estará pintado el siguiente, pienso. De qué colores vamos a pintar nuestros encuentros el día que hayamos conquistados todos nuestros derechos. Qué forma va a tomar nuestro arcoíris el día que seamos libres.

La movilización fue hermosa porque siempre es hermosa la calle llena de hermanas y compañeros, pero también lo fue porque aprendimos a hacer de nuestra hermosura una bandera de lucha. Por eso vamos llenas de flores, con los labios rosados, rojos, violetas, con perlitas en la cara, con brillantina arriba de los ojos. A mí me costó entenderlo: nuestra hermosura estridente y despareja es un acto deliberadamente político. Amamos nuestra hermosura subversiva, disidente, no apta para el consumo. Somos bellas porque gustamos de nosotras.

Vuelvo feliz, empapada, llena de abrazos. En tren, vuelvo. Ahora voy sentada, es tarde y el regreso parece haberse organizado por turnos. Un grupo de señoras de pañuelos verdes viajan unos asientos más atrás. Las escucho. Comentan la intervención de Ofelia Fernández en el Congreso. Vos viste que claridad. Qué forma de hablar. Qué chiquita. Y yo querría meterme en la conversación y hablarles de mis alumnas, de las pibas con las que laburo, que son tan parecidas. Decirles, señoras, así como hay hijos sanos del patriarcado, también estamos criando hijas sanas el feminismo. Contarles cuál es la forma de su hermosura. Pero es tarde, estoy cansada, y de todas maneras es lindo escucharlas e imaginar cuando con las pibas seamos señoras y volvamos de alguna lucha hablando de nuestras maestras, que siempre son las que nos precedieron. Que siempre y sobre todo, son las que están por venir.