La lengua afilada

// Por Michelle Arturi

Entre las herramientas que usamos para darle forma a nuestra imaginación y a nuestras fantasías, la utopía está, sabemos, bien a mano en el cajoncito de los recursos estructurantes. La utopía como espacio en el que dejamos que nuestras idealizaciones más totalizantes (las que proponen formas de vida “universalmente mejores”) se abran espacio está siempre ahí. Lógicamente, resuena la máxima de Galeano (una que particularmente detesto), que nos conmina a seguir caminando para acceder a algún futuro promisorio y, siempre, lejano. La utopía y la fantasía serían, entonces, excusas para seguir caminando. Pero ese camino implica un adelante y un atrás, implica necesariamente un porvenir. Algo que vemos, que podemos perfilar, la tierra que nos prometemos a nosotrxs mismxs, pero que es inalcanzable por definición.

La utopía, (como los géneros ¿literarios?) está en crisis. Esta crisis es desborde: no alcanza la suma de los elementos para definir una historia, no alcanza la narración como la conocemos para comunicar una posibilidad de mundo. No alcanzan los nombres que les pusimos a las formas, no alcanzan las formas. No alcanza, en definitiva, nada, porque el fin de contener en una línea temporal una potencia de vida lleva, necesariamente, a una transposición en la que esa potencia puede desdibujarse, puede quedar en el camino, puede ser indicios “para entendidxs”, puede ser chatura, puede no ser nada.

Para que exista una hipótesis, una especulación (quienes estamos obsesionadxs con la idea de verosímil y los límites que tienen los moldes que le ponemos al arte para entenderlo pensamos estos recorridos de la ficción como especulaciones) que efectivamente dialogue con su tiempo y con otros posibles, es fundamental poner en crisis (hacerse cargo de la crisis de) las relaciones sociales conocidas. Poner en crisis eso que nos empapa y nos normaliza, poner en crisis ese lugar indefinible donde nos pica y que nos hace pensar que puede ser todo de otra manera. Si no existe este movimiento, difícilmente estemos ante una potencia transformadora. Si no ponemos en crisis todo, estaremos hablando más de nuestro presente y sus límites (aunque nuestra intención sea hacer todo lo contrario) que de nuestras potencialidades.

La utopía está en crisis porque frecuentemente resulta ciega a su punto de partida, no por las dificultades de su punto de llegada.

Las hijas del fuego propone no-narrar la fantasía. Propone contar presentes posibles que nos animan la potencia de futuro. Se cuela por las bisagras de nuestros mundos escondidos a viva luz y por la fuerza. Discute ese escondite, discute sus posibilidades: ¿es narrable el deseo? ¿Es necesaria su justificación?

El canal de comunicación que inaugura la película no es solo para quienes podemos, de alguna o varias formas, identificarnos con personajes, secuencias, fantasías, escenas o deseos: se abre (qué difícil usar metáforas físicas después de ver Las hijas del fuego, todo resulta erotizante) a la interrogación, la sorpresa y hasta al alivio de quienes no dialogan a diario con el lesbotransfeminismo. Conmover sin clichés; hacerse cargo de los límites de la representación; poner en voz y en primera persona los límites del verosímil; permitir que la obra se sincere: ninguna de estas tareas es sencilla. Pero la fuerza militante se impone y nos advierte: acá hay cuerpos en juego, cuerpos que intervienen (en) el mundo, que hacen de la creación militancia y resistencia.

¿Cómo se enfrenta esto a la utopía en crisis? Desbordando la potencia presente. El juego permanente entre realismo/porno/fantasía/utopía tiene premisas muy firmes en nuestra cotidianidad. ¿Hay fantasía más fuerte, más potente, más esperanzadora del mundo que deseamos que la de echar a patadas a los chongos violentos? ¿Hay más erotismo en una orgía despatriarcalizada o en la potencia colectiva de la transformación de nuestras vidas? No sé si tengo una respuesta, pero considero firmemente que una necesita de la otra.

Tiendo a pensar que los límites, los bordes a los que nos enfrentamos, tienen filo. Que trascenderlos deja marcas. Que de a unx es, por lo menos, mucho más difícil enfrentarlos. Albertina Carri trasciende el filo y lo hace goce, todos los bordes se desdibujan, toda la potencia deseante de la utopía se reorganiza, toda fantasía cuestiona el presente, desborda subjetividades y se torna transformadora.