// Por Gonzalo Santos
Desde un punto de vista ontológico, la distancia entre esta última novela de Romero y la anterior es similar a la que va de Parménides a Heráclito. Si en El conserje y la eternidad aborda aquello que es impermeable al paso del tiempo, en Big Rip trabaja sobre la naturaleza cambiante de todas las cosas. El panta rei. Lo que fluye hasta volverse irreconocible.
La trama en cierto modo pareciera emanar de los personajes. Como dije en una nota que escribí hace unos meses para Perfil, Romero pareciera seguir el método de Simenón, quien primero componía a los personajes y después les añadía la contingencia. En este caso, la primera parte de la novela está centrada en dos personajes: Alfonso y Tomás. El primero es un tatuador tartamudo; el segundo, un joven que trabaja en una oficina de correos y que está obsesionado con su hermana muerta, cuyo fantasma se le aparece de modo recurrente. Estas historias se van intercalando con la de “un hombre viejo, muy viejo”, que cuenta viejas historias como si fueran la suya. Es como una especie de demiurgo que recuerda a Pablo Novak, el último habitante de Epecuén —esa ciudad bonaerense que quedó en ruinas después de una inundación—, en el sentido de que en ambos casos se trata de sobrevivientes que, como todo sobreviviente, cuentan una historia. O muchas. Pero el epígrafe del libro, que es el poema “Cómo decir”, de Beckett, también nos lleva a pensar tanto en ese Beckett octogenario que desde un asilo todavía se sigue preguntando qué hacer con las palabras, como en el desamparo de sus personajes, que casi siempre esperan que ocurra algo.
Como varios de ellos, el viejo está solo en un espacio vacío. Una habitación. Y la mayor parte de sus relatos narran, no el momento ese en que el hombre sabe de una vez y para siempre quién es, como en Borges, sino lo contrario: el momento en que se deja de saberlo. Ese instante en que lo sólido se vuelve líquido y a la vez incandescente, como ese vaso de lava que tiene en la mesa de luz y que duda si tomar o no. En cada una de las historias enmarcadas, que se van alternando con las de Alfonso y Tomás, hay una persona para quien el hecho de haber sido alguien pasa a ser apenas una vaga sensación. Un dato. Por eso en este caso la ostranenie no se da sólo como efecto de lectura: los personajes también la experimentan, incluso respecto de sí mismos. El mundo cambia, se acelera y, en el movimiento, inaugura nuevas identidades. O nuevos dasein, para utilizar el concepto de Heidegger. La ciudad se vuelve monstruosa y entonces empieza a parir monstruos que adoptan otros nombres y cambian en parte sus apariencias. Por momentos parece una película de David Lynch. Alfonso y Tomás pasan a ser Charles y Theodor, y ya no se sabe si son héroes o villanos, o si a lo mejor el mundo se transformó en un lugar donde esas etiquetas ya no tienen sentido.
En cualquier de los casos, lo que me interesa destacar acá es que todas estas alteraciones —ontológicas, topográficas— de algún modo habilitan la posibilidad de adscribir la novela a eso que llamamos “new weird”, género —o lo que fuera— donde justamente todo parece estar en movimiento y en estado de liquidez, como la lava. Pero su adscripción no termina ahí. Desde esta hipótesis de lectura también podemos aventurar que Big Rip tiene varios elementos que se pueden pensar como una continuidad del weird clásico, y más precisamente del universo lovecraftiano.
Algunos de ellos podrían ser los siguientes:
1) Si en el escritor de Rhode Island, que por cierto fue el primero en autopercibirse “weird”, se advierte la pequeñez humana a partir de un cosmos que se vuelve inconmensurable, en Romero esa pequeñez se da como consecuencia de la expansión caprichosa de la ciudad. Ya no son los escenarios rurales o los pueblos los lugares desde donde se percibe la insignificancia, sino el propio ejido urbano, que se vuelve cada vez más inmenso.
2) Si en Lovecraft los monstruos vienen de regiones ignotas del universo, en Romero el monstruo está acá nomás, entre nosotros: es la ciudad misma. Big Rip en este sentido postula una suerte de ciudad heraclítea, cuya topografía cambia hasta el punto de que a veces no se puede transitar dos veces por el mismo espacio urbano, y en cierto modo se comporta como un organismo vivo, que devora a quienes se devoran con la misma voracidad que Yog-Sothoth.
3) Otro punto de contacto es que, si para el autor de los Mitos de Cthulhu el monstruo es siempre inefable, no hay manera de describirlo —y ahí en parte reside el horror sobrenatural de su obra—, en Romero pasa algo parecido: no se puede dar cuenta de la ciudad, más que a través figuras como la metáfora o la prosopopeya (la personificación), y esta imposibilidad remite no sólo a Lovecraft sino también a Beckett, autor que, como dijimos, aparece en el epígrafe del libro y que trabajó mucho sobre la imposibilidad de la representación, o la incapacidad del lenguaje para dar cuenta de la realidad. En este línea, quizás habría que pensar si la sintaxis alucinada de la ciudad no está viniendo a reproducir de algún modo la sintaxis desquiciada del autor de Malone muere. Tal vez hay algo de eso. El lenguaje y la ciudad también son monstruos que nos imponen un orden y nos atrapan.
De cualquier manera, si tenemos en cuenta todo lo anterior, a lo mejor no es aventurado pensar esta ficción de Romero como una continuidad del weird lovecraftiano, pero leído desde Beckett, en el sentido de que los narradores, los personajes, fracasan tanto en su objetivo de comprender las leyes que rigen la ciudad-monstruo (Lovecraft), como en el de comprenderse entre sí (Beckett), porque a medida que se desarrollan las historias se van alejando unos de otros, como si reproducieran el comportamiento que tendrían las partículas elementales según el fin del mundo que postula justamente el modelo del Big Rip que da título al libro.
Por último, quisiera señalar que en la novela también hay huellas de otros autores, como Harrison o Philip Dick. Como muchas de las obras del new weird, en Big Rip se combinan distintas influencias, diversos géneros. En principio la pregunta que parece estar en el centro es la que concierne a la naturaleza de lo real, y esta quaestio atraviesa dos géneros: el fantástico —de acuerdo a la definición de Todorov— y la ciencia ficción, en su variante dickeana. Digamos que la novela se juega en este borde. El interés de Romero pareciera ser ontológico. No es una novela gótica, pero está poblada de fantasmas. O más bien de phántasmas, palabra que en la obra de Platón alude a los simulacros, o a lo que se revela ilusorio, y de la que deriva también el término “fantomática”, que introdujo el escritor Stanislav Lem en los sesenta y que se refiere a lo que hoy llamamos realidad virtual. Digo esto porque por momentos la sensación es que las personas desaparecen como desaparece un holograma, no una persona, y el mundo va perdiendo su espesura casi como si estuviera despixelándose.
En este contexto, Romero inaugura un temor singular: no hay miedo a lo desconocido, como en Lovecraft, sino exactamente a lo contrario, es decir: a que lo desconocido desaparezca, y un día nos encontremos viviendo en un mundo donde no hay lugar para lo weird. Ojalá que no, pero tal vez ese sea el verdadero horror del mundo al que estamos yendo.
Esta lectura nace de la presentación Esos raros relatos nuevos realizada de forma circular por seis autorxs: Ricardo Romero, Yamila Bêgné, Kike Ferrari, Gonzalo Santos, Flor Canosa y Juan Mattio. En el video se puede ver el registro completo del evento.