
// Por Yamila Bêgné
Hay una bendición y una maldición en la lectura de Barthes: lo que piensa, lo que escribe, se nos impregna. Ocurre justamente eso a la hora de pensar El sonido de las cosas, de Gonzalo Santos, una novela sobre lo real, o sobre lo irreal; es lo mismo. Vuelve Barthes, vuelve su análisis del barómetro que Flaubert describe en “Un corazón simple”. Vuelve, además, motivado por una de las aristas que trabaja la novela de Santos cuando se refiere “a la teoría de la enunciación y ese tipo de cosas francesas”, que a Killian, su protagonista escritor, se le dan “hasta un poco mejor con algo de whisky irlandés en la sangre”.
El barómetro, dice Barthes, parece no sumar nada: puro detalle que no tiene forma de impactar en la estructura. Y, sin embargo, en eso que resulta tan anecdótico que casi, diríamos, podría no existir, Barthes encuentra la clave de esa masa inmensa que se llama realismo. El barómetro sobre un piano viejo, dice Barthes, configura el efecto de realidad, y en ese acto mismo desborda del realismo a una pregunta mucho más amplia: ¿cómo trabaja la literatura con lo real, con lo que existe, o no existe, en el mundo?
Esta pregunta, creo, está en el núcleo de El sonido de las cosas. Lo novela de Gonzalo Santos formula, precisamente, la pregunta por la existencia: la de los objetos, la de los sujetos y sus cuerpos, la de los lugares, la del tiempo. Sin embargo, las respuestas que arroja tienen más que ver con la incertidumbre, y no con la certeza o con la contundencia de una verificación entre libro y mundo.
Antes que nada, El sonido de las cosas construye sus propias arquitecturas de lo real: leemos drones sanitarios, leemos recorridos virtuales por una ciudad desmoronada, leemos asistentes de escritura que son hologramas, leemos sistemas de vigilancia omniscientes. En esa realidad, tiene lugar la trama: es ahí donde Killian intenta escribir. Es ahí, amurallado en su departamento, que su asistente de escritura alarga demasiado su mano digital. Es ahí, también, que Killian escucha, un día, un grito, un disparo.
Hay, entonces, al menos dos planos en la novela de Santos. Uno, ligado a ese real imaginario, futuro, nuevo; nuevo pero ya establecido como estable, de tal manera que leemos “drones sanitarios” del mismo modo en que leemos el barómetro sobre el piano en Flaubert. Es decir: esa realidad ya está ahí. La cotidianeidad de Killian con su entorno, y también la naturalidad con que esos objetos, esos sustantivos, esas nuevas formas nominativas, entran al lenguaje de Santos logran justamente eso: hundirnos en un real cruel, amputado, híbrido, pero con el efecto de lo real.

El otro plano de la novela surge en la escritura de Killian: en este segundo grado de existencia, leemos lo que Killian y su asistente holográfico escriben. Y acá, como dice la novela, es que conviene deshacernos de nuestros “pruritos ontológicos”. Ya no sirve la realidad para distinguir aquello que está escrito de aquello que no. Son una y la misma cosa, se entrecruzan, se necesitan, y no hay un plano ontológicamente anterior a otro.
Lo mismo ocurre con los personajes y los espacios: Killian no es más real que su asistente, ni que el personaje que crean entre los dos: Ergo. Emparentada con, por ejemplo, los espacios de Plop, de Pinedo, la ciudad embarrada de Santos, puro puerto deshecho, tampoco es más real que las proyecciones marcianas que Killian, para entretenerse un poco en sus idas virtuales al mercado, configura en el sistema que todo lo regula en la novela: el Xiaomi Neura. Rápido entendemos que tanto vale configurar un entorno como otro, que tanto vale apagar o encender el Neura. Eso: dejémonos de pruritos ontológicos.
A nivel formal, El sonido de las cosas también se divide, al menos, en dos búsquedas. Por un lado, la narrativa de Santos aparece como un paredón de concreto: innegable, certera, y de una espesura consolidada, llena de nominaciones plenas para la realidad barrosa que va construyendo. Hay, aquí, un lenguaje preciso sobre el que destellan esas nominaciones nuevas para esta realidad derivada. Desde los nombres: Killian, Elián, Ergo, Anaís, hasta los objetos: una pirámide de cristal que rige el Neura, un whisky Jameson sintético, voces en off que detallan el mejor modo de comer boquerones o las promociones del mercado. El lenguaje arma una superficie sin cortes, sin exabruptos, en donde este efecto de lo –nuevo- real se nos impone. Sentimos que Gonzalo Santos elige palabras con una regla, con una brújula, con una balanza, para armar un entramado léxico que nos aplaste de tan incuestionable.
Pero por otro lado, más allá de la cortina cementicia de este primer mundo de lenguaje, encontramos un contraste: en aquello que Killian y su asistente escriben, la sintaxis aparece voluntariamente trabada, llena de inclusivas y rayas parentéticas, llena de marcas tipográficas que, pienso, vienen a señalar dos cosas. Primero, la artificialidad que siempre hay en el trabajo de quien escribe, sea humano o sea holograma. Pero, además, señalan una singularidad.
Porque si bien la novela nos enseña rápido a dejar de lado nuestros pruritos ontológicos, también, de a poco, nos deja en claro que hay, siempre, distinción, aunque los planos se conecten. Los guiones, las comas, las rayas parentéticas construyen una traba, un paso a nivel, un cartel de peligro, como si, desde el principio, la novela nos estuviera gritando: ¡Cuidado! O como si con esas marcaciones tipográficas en el plano de la escritura de Killian se diera, o se llegara a advertir, un error de la mátrix, pero un error que no es, en verdad, un error, sino que constituye su huella singular. La marca de la escritura, en El sonido de las cosas, es el hito que distingue, sin aislar, el mundo de la ficción de aquel que se presenta con la contundencia de ser realidad.
Es desde el lenguaje, desde la formación más estrictamente gramatical, que Santos formula esa advertencia: cuidado con los libros que escribimos, cuidado con cómo los escribimos. Cuidado, porque en un segundo el efecto de lo real puede dejar de ser efecto y pasar a ser, simplemente, real. Y al revés. Porque no hay prurito ontológico, no, pero sí hay límite, sí hay la frontera entre las distintas formas de existir, y de escribir, y está, claro, en el lenguaje: en las distintas texturas sintácticas que Santos construye para diferenciar y a la vez confundir los grados de existencia.
Hay una tercera zona que El sonido de las cosas está todo el tiempo entramando: la del pensamiento. La novela de Santos es una ficción que piensa. Y formula ideas brillantes. Advierte, por ejemplo, que “tal vez lo que más nos afecte de la tecnología […] no radique tanto en lo que sea capaz de decir, sino en lo contrario: una forma de callar cuyo objetivo probablemente sea acostumbrarnos a un nuevo tipo de ausencia”. Señala, también, que en la literatura “se hacen cosas con la nada, no de: nunca desde…”. Y vuelve a repensar la importancia que en el arte tiene el acto de callar, en una hermosa referencia a 4’33’’, de John Cage: “Incluso el arte”, escribe Santos, “se volvía más querible cuando quien lo ejecutaba sabía con qué palabras, trazos, notas o colores era conveniente callar”. En este tipo de formulaciones radiantes, El sonido de las cosas se está subrayando a sí mismo: otro grado en la escritura adentro de la escritura adentro de la escritura. Y dentro de ese bucle sentimos, como Killian, que formamos parte de “alguna rara especie de representación”.
Esta lectura nace de la presentación Esos raros relatos nuevos realizada de forma circular por seis autorxs: Ricardo Romero, Yamila Bêgné, Kike Ferrari, Gonzalo Santos, Flor Canosa y Juan Mattio. En el video se puede ver el registro completo del evento.