Interconectadxs y frágiles: cyborg, distopía y mercado mundial

Por Facundo Nahuel Martín

Interconectadxs y frágiles
Cyborg, distopía y mercado mundial

12/07/2019

El 16 de junio vivimos el apagón más grande de la historia argentina. Con la caída del servicio eléctrico en casi todo el país (y partes de Paraguay y Uruguay), se vieron comprometidas también las redes de telefonía celular y, en algunos puntos, el suministro de agua. La reacción social no parece haber sido de indignación (como ha pasado ante cortes de luz más localizados anteriores, que suscitaron protestas callejeras, interrupciones del tránsito por parte de lxs vecinxs, etc.). En cambio, creemos que la sensación predominante fue de pavor preapocalíptico. ¿Y si la luz y el agua no volvían nunca? ¿Y si la restitución de los servicios tardaba semanas? Intercambiamos, en la medida en que lo permitieron señales de comunicación intermitentes, mensajes sobre acopio de agua potable, góndolas vacías de bidones y fantasías zombi. Nos sentimos más frágiles que enojadxs, tal vez avasalladxs en nuestrxs derechos pero sobre todo impotentes. Nos dimos cuenta de lo cerca que está el apocalipsis en una sociedad que depende de interconexiones permanentes.

Pocas semanas después, la aplicación de mensajería instantánea más utilizada en el mundo, WhatsApp, dejó de descargar fotos, videos y mensajes de audio por varias horas. Al parecer, desperfectos técnicos con los servidores del megamonopolio Zuckerberg generaron los problemas (que también se expresaron, con menos intensidad, en Facebook). Por último, ayer Twitter estuvo caído durante algunas horas, lo que generó (esta vez sí) ira e indignación entre lxs usuarixs. (Podemos seguir registros de servicios de internet caídos en downcenter.com, que contabiliza las performances desde WhatsApp hasta Fortnite).


Un marxismo para la red: individuxs sociales
¿Qué se expresa en nuestras reacciones –entre el miedo paralizante y la indignación virtualizada– ante estas caídas de las redes (comunicacionales, energéticas, vitales)? Que vivimos en un mundo interconectado es una obviedad. Pero estas caídas nos muestran que no podemos dejar de estar conectadxs. Nuestra forma de vida está constituida por el intercambio universal a nivel del mercado mundial (y acelerado hasta lo instantáneo vía Internet). En los cuadernos Grundrisse, Marx despliega el concepto de individux social, con el que es posible pensar estas interrupciones de los flujos y sus efectos en nosotrxs.

En las sociedades precapitalistas existía el mercado. Pero la producción de mercancías no era predominante. Las unidades productivas, entonces, tendían a producir lo que consumían e intercambiar lo sobrante. El capitalismo difundió por todos lados la producción de mercancías, esto es, la producción de bienes para el intercambio por parte de productorxs independientes. Si las personas nos volvimos personalmente independientes (de lazos de dependencia directa como el feudal), también nos volvimos –con excepciones importantes cruzadas por el género y la raza– económicamente interdependientes. Hoy no existe algo como una aldea autónoma que produce lo que consume, prácticamente, en ningún lado. Este proceso de interdependencia universal con respecto al mercado produce al individux social: un individux cuyas necesidades y capacidades son sociales en un sentido cualitativamente nuevo, en cuanto son creadas por el intercambio universal. Esto modifica la naturaleza de las necesidades y capacidades de las personas: aparecen necesidades y posibilidades nuevas, creadas por este proceso de intercambio.

Todxs necesitamos comer. Qué comemos, cómo lo obtenemos y preparamos, es un hecho social, donde se plasman hábitos culturales, técnicas heredadas, condiciones geográficas y decisiones conscientes. Ahora bien, el capitalismo universaliza y pluraliza este proceso de modulación social de nuestras necesidades. De repente comemos sushi en Buenos Aires o “asado argentino” en Madrid. Y aparecen también necesidades no preexistentes (galletitas dietéticas, gaseosa light y cerveza sin alcohol, por ejemplo). Que tengamos esas necesidades nos constituye en individuxs sociales, atravesadxs por el intercambio universal. Si ese intercambio se interrumpe, nuestra vida (al menos, nuestra forma de vida tal y como la venimos construyendo) se pone en crisis también.

Nuestras vidas en el capitalismo son radicalmente dependientes del intercambio mundial. Esto crea algunas posibilidades nuevas e interesantes (después de todo, la existencia se vuelve más plural y compleja al nivel de las necesidades y capacidades materiales, y ello no deja de ser potencialmente emancipatorio). Sin embargo, también nos volvemos más frágiles: la interdepencia universal significa que sin suministro eléctrico no podemos conseguir agua potable, por ejemplo. Algo de este peligro apocalíptico vivenciamos cada vez que la caída de nuestras redes (desde las más básicas hasta las más banales) nos aísla por un momento de la conexión constante.

A lo mejor, en la oscilación entre la rabia y el pavor cuando nos vemos desconectados, se expresa también un desempoderamiento más profundo. Un desempoderamiento que no responde a los eventuales desperfectos técnicos de la red que sostiene nuestras vidas, sino a sus materialidades políticas en sí mismas. Es el desempoderamiento ante el capital como tal. Porque el proceso de universalización del intercambio no es gobernado de manera democrática ni colectiva en nuestras sociedades, sino que responde a los imperativos de la acumulación y la ganancia, que se imponen sobre las personas como una necesidad ciega. Algo de esto sentimos en las crisis económicas, hechos puramente sociales que se nos dan como desastres naturales. Cuando se caen las redes también nos damos cuenta de nuestra escasa capacidad de influir en las formas, ritmos y dinámicas de las conexiones sociales cuando éstas funcionan con normalidad. Una desempoderamiento naturalizado y más estable sale a la luz entonces, en la forma de ira, angustia o pavor.

Interconexión y distopía
Parece que nuestra sociedad maneja dos imaginarios distópicos: el de la caída de todas las redes y el retroceso a la economía de subsistencia (el apocalipsis zombi, Mad Max, etc.) y el devenir aniquilador de las objetivaciones técnicas de la red global (Skynet, los Cylons, etc.). Ambas distopías son las fantasías de un mundo de creciente interdependencia social bajo marcos no controlables democráticamente, un mundo que creó al individux social como promesa emancipatoria pero lo encierra bajo los parámetros fetichizados del capital y su lógica.

Si vamos a evitar la distopía y recuperar la imaginación política, podemos empezar por constatar que nuestra condición presente ya es cyborg, como nos advirtió Donna Haraway. Si nos quedamos sin agua potable por unas horas de corte de luz, o sin información vital para nuestras formas de existencia por la caída de una plataforma, no está lejos un mundo donde la caída de Internet implique que a alguien le falle el páncreas o a otrx le falte, de repente, la mitad de sus memorias. La interdependencia universal ya es nuestra realidad. La pregunta de nuestra época será, a lo mejor, si la organizaremos democráticamente o la seguirá gobernando el capital.