«Juguetes antiguos» de Jorge Hardmeier, el arte de convocar fieras y tormentas

Laura Bravo, poeta y escritora, colabora con un texto para Sonámbula analizando el libro de poemas Juguetes antiguos, del escritor, dibujante y ensayista Jorge Hardmeier, publicado por Monserrat Ediciones en agosto de este 2025. 

 

 

 

por Laura Bravo

El reciente relanzamiento de Juguetes antiguos de Jorge Hardmeier, por parte de Ediciones Monserrat, pone en circulación uno de los poemarios más singulares de la última década. Publicado por primera vez en 2015, el libro se compone de dos secciones denominadas “Tigre” y “Gotas” donde el autor propone un recorrido que entrelaza las nociones tigre, lluvia y juguete. Se trata de un universo poético que oscila entre la calma y la amenaza, la evocación y la pérdida.

En una primera instancia, Hardmeier plantea la cuestión del “Tigre” desde una aparente domesticidad: “En el patio tengo un tigre. / Es manso, muy manso”. Sin embargo, esa mansedumbre es reversible, el tigre también puede devorar “a cuatro o cinco visitantes de la casa”. Si en “Tigres azules”, el texto borgeano, el enigma se cifra en la imposibilidad de poseer lo real (o esos infinitos tigres literarios), en Juguetes antiguos la clave reside en la convivencia de la calma y la acechanza en un mismo cuerpo.

A su vez,  la segunda sección, “Gotas”, la lluvia se impone como elemento estructurante. Desde la primera pieza, el yo lírico advierte: “Llueve. / Escucho ruidos de pasos sobre el agua. / Son mis pies: no me reconozco”. La lluvia opera aquí como umbral de extrañamiento, condición para que surja el espacio de la evocación. El repiqueteo de las gotas en el poemario produce una temporalidad suspendida que recuerda la función del agua en la memoria, no tanto un fluir sino una detención; un tipo de tiempo que, en la actualidad, escasea.

Así, la lluvia emerge como un “entretiempo”, no sólo como un telón de fondo sino también como un compás, como la lógica insistencia del agua cincelando un estado anímico. Volviendo a Borges, en su poema “La lluvia”, las imágenes derivan hacia la figura paterna mientras que en la voz poética hardmeriana, ciega y deseante, el agua se desplaza hacia un campo de experiencias múltiples: la infancia, la pérdida, el amor, la muerte. Si en Borges la lluvia es el sonido que devuelve la imagen de la casa perdida, en Hardmeier es la sustancia en la que flotan las pérdidas: “mujeres, dioses, papeles, libros de Macedonio…” y sobre todo, “mi juguete más juguete, mi único”.

Por fin, ese juguete perdido, núcleo afectivo del poemario, dialoga con las otras nociones, es tan intrigante como el tigre, tan constante como la lluvia. Es una cosa material, pero también un símbolo del primer asombro, un objeto primigenio que, una vez roto o extraviado, deja un hueco difícil de nombrar y al que Hardmeier pone en serie con otros elementos de su cosmos poético: “palos, trapos, patios, barrotes”, que se suceden para conformar una nomenclatura íntima, un inventario exquisito donde cada elemento conserva la memoria de lo que se ha experimentado.

Recapitulemos, el tigre se moja, la lluvia encierra, los juguetes acechan, el ojo observa desde un espejo que nunca devuelve la misma imagen. La escritura de Hardmeier, cargada de pliegues, permite que el lector entre y salga de esos intersticios sin sentir el quiebre. Como consecuencia de esto, leer Juguetes antiguos es entrar en un espacio donde, gracias al minucioso trabajo de las alusiones, la figura de Borges está presente pero no como la sombra densa que aplasta buena parte de la literatura que pretende interactuar con su cosmogonía, sino como un interlocutor ameno al que Hardmeier le habla desde su propio tiempo, desde su propio territorio, con la misma certeza de que las fieras y las lluvias no son entidades a las que se posee sino a las que se convoca, a las que se escribe, a las que se deja habitar el poema.

En la tríada tigre–lluvia–juguete, como anticipamos, el tigre manso puede devorar visitantes; la lluvia que acompaña puede anegar, el juguete más querido puede diluirse en la espesura de la vida. Esa es la paradoja que Juguetes antiguos pone en acto, lo irrecuperable vuelve a nosotros pero (quizás) sólo en la enunciación poética.

Hace unos meses, en la presentación de otro libro, se me acercaron dos señoras, una en silla de ruedas, la otra apenas con fuerza para empujarla. La primera dijo que era casi centenaria y que quería escribir la historia de su vida, acto seguido empezó a contarme anécdotas de su infancia y de sus más de treinta años de trabajo en la Florería Real (a la que alude Gabriela Borrelli Azara en el prólogo de Juguetes) donde ordenaba el espacio, hacía tareas administrativas y, a veces, le daba de comer a unos tigres, “estaban ahí lo más panchos”, agregó, “como dos gatos, mirando a la gente desde las vidrieras, los vecinos se quejaban pero, vos sabés, los vecinos se quejan de todo”. Tuve que alejarme unos minutos porque hacia calor y necesitaba recargar la botella de agua, cuando volví la mujer no se acordaba de mí ni de lo que habíamos hablado pero sí repitió que era casi centenaria, que quería escribir la historia de su vida y, en esta oportunidad, me contó cómo nació la biblioteca de Coghlan.

De regreso a casa busqué testimonios sobre la Florería Real en la web, en la prensa y en repositorios académicos. Aunque tenía referencias, nunca había accedido a una fuente directa. Terminé leyendo conversaciones de hace diez años que aún circulan en una red social, entre los comentarios, un señor escéptico escribió: “un tigre no es un juguete”. Esa frase quedó resonando. En el chaparrón de la madrugada, las imágenes de Hardmeier volvieron: el tigre en el patio, la lluvia incesante, el juguete anhelado. Ocurre que, con el tono imperturbable de los clásicos, Juguetes antiguos sigue ahí, esperando la proximidad curiosa del lector.