El futuro, el trabajo y el fin del capitalismo (II): Aceleracionismo y reproducción social

Por Facundo Nahuel Martín

Críticas feministas a la idea de fin del trabajo

En un artículo anterior discutí los planteos postcapitalistas y su propuesta sobre el fin del trabajo en términos de una estrategia de transición y ruptura política. Paul Mason, Aaron Bastani, Nick Srnicek y Alex Williams, de diferentes maneras, proponen un futuro postcapitalista que incluye (pero no se reduce a) la reutilización emancipatoria de la tecnología ahorradora de trabajo generada en el capitalismo. Estos planteos han recibido algunas críticas desde lecturas feministas (Silvia Federici) o centradas en la reproducción social (Frederick Harry Pitts y Ana Dinerstein). Las propuestas de “fin del trabajo” corren el riesgo de centrarse en solo una parte de la vida social, el trabajo asalariado en ramas tecnológicas de punta, realizado predominantemente por varones del centro global. Esto levanta una sospecha: el terreno de la reproducción social, realizado predominantemente por mujeres, quedaría excluido en estas propuestas. El postcapitalismo arrastraría, según estas críticas, presupuestos masculinistas y coloniales, basándose en miradas parciales sobre el capitalismo y ofreciendo perspectivas no generalizables a todas las situaciones sociales.

“En nuestros días existe un movimiento llamado «aceleracionista», que quiere acelerar el desarrollo capitalista porque entiende este desarrollo como un factor de emancipación” dice Silvia Federici en El patriarcado del salario (2018: 21). La autora cuestiona, de hecho, a Marx y la mayor parte de la tradición marxista por su progresismo tecnológico, que llevaría a ver en la gran industria una conquista histórica del capitalismo. “En este contexto, el capitalismo es la mano dura que hace realidad la gran industria, eliminando los obstáculos a la concentración de los medios de producción y a la cooperación en el proceso de trabajo” (Federici, 2018: 97). Federici hace dos críticas a este tipo de planteo sobre la progresividad del capitalismo. Primero, una crítica de tipo ecologista o ecofeminista, según la cual las máquinas modernas son inherentemente capitalistas por el plexo de relaciones culturales, psíquicas y materiales en que se insertan, por lo que no podrían ser reutilizadas ni reconstruidas en forma emancipatoria (2018: 100). Segundo, una crítica desde el punto de vista del trabajo doméstico, que me interesa discutir especialmente:

Un comunismo basado en la máquina depende de una organización del trabajo que excluye las actividades más básicas que hacen los seres humanos en este planeta. Como ya he comentado, el trabajo reproductivo ignorado por el análisis de Marx es, en gran medida, un trabajo que no puede ser mecanizado (Federici, 2018: 101).

El optimismo de Marx (y, podemos extrapolar, de los postcapitalistas) por la automatización respondería a una mirada sesgada sobre el trabajo. Esta mirada se centraría únicamente en el trabajo asalariado realizado en las fábricas principalmente por varones, desconociendo el trabajo reproductivo, invisibilizado por el patriarcado capitalista y realizado mayoritariamente por mujeres en la esfera doméstica. Este trabajo no sería susceptible de automatización por depender de cualidades inherentemente humanas como los afectos, la sensibilidad, etc. Es posible mecanizar algunas tareas domésticas (el lavarropas automático sería un ejemplo), pero no automatizar el trabajo reproductivo completamente. Además, dispositivos como nursebots y lovebots, que automatizaran los cuidados, si fueran posibles, tendrían un gran “costo psicológico” para las comunidades (Federici, 2018: 102). Dada la imposibilidad de mecanizar radicalmente el trabajo reproductivo, sería necesario poner en segundo plano estos planteos centrados en la tecnología. En cambio, deberíamos concentrarnos en el rechazo del desarrollo capitalista y la construcción de formas comunitarias de sociabilidad.

Con una posición parecida, Pitts y Dinerstein han criticado al postcapitalismo desde una perspectiva centrada en la reproducción social. Cuestionan las “utopías abstractas” (2017: 11) basadas en un “crudo determinismo tecnológico” (2017: 6). Contra esta imaginería de futuro, proponen volver sobre las utopías concretas desplegadas desde movimientos de base centrados en la reproducción social. Las utopías postcapitalistas, sostienen, “reproducen la dicotomía capitalista entre trabajo productivo e improductivo a lo largo de líneas diferentes” (Pitts y Dinerstein, 2017: 7).

En este artículo voy a discutir con el tipo de críticas de arriba, tratando de sugerir una formulación postcapitalista preocupada por la reproducción social. Para esto voy a retomar algunas argumentaciones aceleracionistas, que defienden el Ingreso Básico Universal como una medida feminista. Luego, intentaré una relectura marxista-feminista del abolicionismo del género enarbolado por Helen Hester y el Xenofeminismo. Contra las críticas mencionadas, voy a sostener que el fin del trabajo es una perspectiva política para abolir las dicotomías generizadas que estructuran la sociedad capitalista y configuran su específica forma de patriarcado heterosexual. Lejos de mirar únicamente a la mitad masculinizada del mundo, la idea de fin del trabajo se puede articular con lo que Nancy Fraser llama una estrategia transformadora, que apunta a reconfigurar radicalmente las relaciones sociales y deshacer las dicotomías básicas (producción de valor/reproducción social; masculinidad/feminidad) que se asocian a la dominación masculina heterosexual en el capitalismo.

El trabajo de cuidados en el aceleracionismo

Srnicek y Williams analizan con cuidado los significados de las políticas que proponen en términos de género. Los anhelos de retorno al pleno empleo fordista son para ellos tan inviables como indeseables. Inviables, porque retomar una dinámica capitalista expansiva con empleo y salarios altos se ha mostrado casi imposible desde la crisis del fordismo hacia los años setenta. E indeseables, porque un proyecto social emancipatorio debería basarse en la conquista de mayor libertad y autonomía para las personas antes que en la moral del trabajo. Además, la utopía del pleno empleo siempre fue parcial y sesgada en cuanto a sus protagonistas privilegiados, porque suponía que “trabajadores (blancos, varones) recibían seguridad social y un estándar de vida básico a cambio de una vida de aburrimiento ridículo” (Srnicek y Williams, 2015: 46). La nostalgia de centro-izquierda, que añora un mundo donde la integración social por el trabajo asalariado funcione adecuadamente para la mayoría de las personas, omite oportunamente los privilegios masculinos, coloniales y raciales en los que se basó ese mecanismo históricamente, así como el empobrecimiento de la vida por la disciplina de fábrica.

Srnicek y Williams sugieren que el pasaje a una sociedad post-trabajo (asalariado), además de aflojar la disciplina impuesta a la clase trabajadora, permitiría reorganizar el trabajo de reproducción social de manera más igualitaria y abierta a la exploración de alternativas. El ingreso básico universal es, reconocen, una demanda flotante, sometida a hegemonías en disputa (Srnicek y Williams, 2015: 119), que puede ser movilizada por múltiples proyectos. En el contexto adecuado, puede ser una medida política feminista además de anticapitalista, que permita elevar la atención social dirigida a los cuidados, rompa con el masculinismo muchas veces implícito en los modelos de inclusión mediante el trabajo asalariado y asuma que todas las personas (y no solo las mujeres en familias heterosexuales) son responsables por la reproducción social. “El proyecto del post-trabajo es también uno inherentemente feminista, reconociendo el trabajo invisible llevado a cabo predominantemente por mujeres” (Srnicek y Williams, 2015: 161).

La tendencia a la automatización de la producción tiene despliegues desiguales en diferentes ámbitos sociales. Existen formas de automatización del trabajo doméstico (los electrodomésticos son los ejemplos más obvios), pero su introducción no depende de las presiones al incremento de la productividad propias de la economía de empresa (no hay, por ejemplo, competencia entre hogares para incrementar la productividad). Esto significa que, a la hora de pensar la automatización o el fin del trabajo, debemos dedicar consideraciones específicas al ámbito doméstico. Srnicek y Williams realizan una aproximación al problema desde dos miradas. Por un lado, algunas personas otorgan un valor moral especial al trabajo de cuidados1, considerando que debería ser llevado a cabo por humanxs y no máquinas (Srnicek y Williams, 2015: 113). Si se asume esta perspectiva (que parece ser la de Federici), sostienen, una sociedad “post-trabajo” ampliamente automatizada en otras ramas haría posible incrementar tanto el tiempo dedicado como el valor social otorgado a los cuidados. El fin del trabajo asalariado como forma de integración social permitiría a las personas dedicarse de nuevas maneras a los cuidados, abriendo márgenes para disputas feministas en este campo. La automatización completa no garantiza el éxito de las luchas feministas, pero podría abrir el campo donde éstas podrían intervenir, ampliando la disponibilidad de tiempo social dedicada a la reproducción social y el sostenimiento no mercantilizado de la vida.

Ahora bien, también es posible adoptar una segunda mirada, tal vez más radical en su imaginería de futuro, según la cual “la automatización de mucho de este trabajo [de cuidados] debería ser una meta para el futuro” (Srnicek y Williams, 2015: 113). Los autores quieren romper con el estereotipo que liga a las mujeres a la reproducción social, a la vez que sostiene su exclusión o inclusión subalterna en otras actividades. La crítica a las formas hegemónicas de lo masculino y femenino, por lo tanto, permite pensar la experimentación tecnológica con nuevas formas de cuidados y nuevas estrategias de reproducción social, incluyendo una amplia gama de innovaciones tecnológicas en el trabajo doméstico e, incluso, “formas sintéticas de reproducción biológica” que “harían posible una nueva igualdad entre los sexos” (Srnicek y Williams, 2015: 114). A continuación voy a explorar este segundo argumento, indagando en formas posibles de futurismo reproductivo que reabran nuestra imaginación política en ese ámbito social. Para eso voy a estudiar los panteos xenofeministas de Helen Hester.

Realismo doméstico y feminismo prometeico

La automatización de tareas domésticas, como otras cuestiones tecnológicas, puede abordarse con mayor claridad si se la considera contextualmente en función de proyectos políticos en disputa y formas de vida sociales. Más que analizar en abstracto alguna tecnología particular, se trata de abordar la vida doméstica como sitio de elaboración política orientada al futuro. En 2015, el colectivo Laboria Cuboniks produjo el Manifiesto xenofeminista, a la vez una contestación y una reformulación feminista del aceleracionismo. Esta corriente propone un feminismo tecnológicamente activo, que rechaza toda invocación a formas naturales dadas en torno al género o la reproducción. Bajo el lema “Si la naturaleza es injusta, ¡cambiemos la naturaleza!”, las xenofeministas repiensan las formas materiales asumidas por el género, el mundo doméstico y la reproducción social como sitios de intervención política tecnológicamente mediada.

En un trabajo no tan conocido (2017), Helen Hester, miembra de Laboria Cubonikis, ha cuestionado el realismo doméstico en la imaginación política de ciertas izquierdas y ciertos feminismos. El concepto de realismo capitalista de Mark Fisher se refiere a un espíritu de época donde parece imposible pensar el fin del capitalismo, circunscribiendo la política en los márgenes de la administración de lo existente. Por analogía, el realismo doméstico “nombra el fenómeno por el cual la pequeña vivienda aislada e individualizada (con la privatización concomitante del trabajo doméstico) se vuelve tan aceptada y común que es casi imposible imaginar que la vida se organice de otra manera” (Hester, 2017: 8). Nuestra época padece de dos realismos, tal vez conectados entre sí: a la imposibilidad de pensar una economía no orientada al plusvalor se suma la imposibilidad de pensar una reproducción social no privatizada en hogares familiares (añadimos, heterosexuales). “La organización de la casa (…) no aparece visible como sitio de potencial cambio” (Hester, 2017: 8).

Discusiones sobre el salario por trabajo doméstico o el ingreso básico universal, dice Hester, deberían darse desde un cambio de perspectiva: es posible reconfigurar radicalmente la organización (e incluso el diseño) de nuestros hogares. Recuperando a Shulamith Firestone y Dolores Hayden, Hester imagina una intervención técnica y política sobre las hegemonías materiales plasmadas en el diseño de los hogares. Si la construcción de nuestros artefactos materiales es un momento nodal de nuestra política, ello vale también para el diseño de los hogares, donde se consolidan (se hacen, literalmente, cosa) hegemonías políticas sobre la organización del trabajo doméstico. Hester recupera experimentos colectivos ligados a la revolución de la vida en las casas, por ejemplo: complejos de departamentos sin cocinas privadas, con grandes salones donde la comida es preparada colectiva y cooperativamente, con espacios comunes para el esparcimiento y el juego de lxs niñxs, etc.

La autora nos propone pensar el hogar como sitio de imaginación política prometeica, una imaginación que convierte lo dado en algo creado, y por lo tanto modificable. Asumir sin mayor análisis que la automatización de los hogares es imposible o que los trabajos de cuidados deberían ser realizados siempre por humanxs es aceptar ciertas cuotas de realismo doméstico, cerrando la imaginación política a la posibilidad de construir otras formas de reproducción social y otros diseños de hogares, donde el sostenimiento de la vida no esté solamente en manos de familias nucleares heterosexuales y patriarcales.

Pasando de los hogares a la reproducción en toda su amplitud, en su libro Xenofeminismo, Hester despliega otro ejercicio de imaginación política prometeica. Retoma la crítica de Lee Edelman al futurismo reproductivo, ideología bajo la cual no habrá futuro sin la gestación de niñxs en familias nucleares heterosexuales. Contra esas asociaciones heteronormativas, convoca a “desarrollar representaciones del futuro que no estén basadas en la prescripción ni en la proscripción de la reproducción biológica humana” (Hester, 2018: 16). El proyecto xenofeminista, como indica su nombre, quiere abrir el futuro a lo “xenos”, lo extraño. Esto incluye pensar formas reproducción social y biológica que no sean mera reposición del pasado sino experimentación abierta, aprovechando los adelantos tecnológicos para desafiar el binarismo de género de la familia nuclear heterosexual patriarcal, que condena a la abyección a las subjetividades queer y recluye a las mujeres en las tareas reproductivas. La reproducción es organizada en artefactos tecnológico-sociales, en cuya fabricación participan patrones culturales tanto como intervenciones materiales sobre la biología, la tecnología, el diseño de los hogares, etc. Luego, es posible desafiar no solo el realismo doméstico, sino también el realismo reproductivo que cierra el horizonte a la imaginación de alternativas de futuro en la reproducción biológica y social.

Abolicionismo del género

La imaginación de futuros reproductivos y mundos domésticos nuevos se enmarca en una búsqueda más amplia por desandar toda forma naturalizada del género, tanto cultural como tecnológicamente. En Xenofeminismo, Hester también cuestiona el naturalismo del género que subyace al fin al realismo reproductivo. Ni los géneros, ni las formas de reproducción son algo simplemente dado. Naturalismo en filosofía moral significa el desplazamiento injustificado de lo que es a lo que debe ser, o la inferencia injustificada según la cual, puesto que las cosas son de cierta manera, deben seguir siendo así. El xenofeminismo pone la intervención sobre la materia viva como parte de las políticas de transformación del género, yendo más allá del constructivismo social para abordar también las materialidades biológicas como lugares de intervención tecnológico-política. El género, en otras palabras, es tanto una realidad socio-cultural como biológica, y en ambos planos es (dentro de límites) maleable, abierta y susceptible de transformación.

El xenofeminismo de Hester es un abolicionismo del género. Abolir el género no significa construir un mundo de identidad, homogeneidad o neutralidad. Tampoco celebrar acríticamente la proliferación de diferencias como opciones de consumo individual en un marco mercantilizado. En cambio, abolir el género significa superar las dicotomías generizadas que a la vez vuelven rígida la identidad de las personas y sustentan jerarquías entre ellas. Se trata de criticar las formas naturalizadas del género cuando se hacen pasar por inevitables, así como de cuestionar las formas de dominación social que se fundan en ellas. Es decir, abolir el sistema de géneros binario (Hester, 2018: 33) de nuestra sociedad, que es patriarcal y heteronormada, dando lugar a una proliferación de géneros menores, dinámicos, en devenir y no estructurados desde binomios jerárquicos. En resumen, no solo los hogares y la reproducción biológica, sino también los propios cuerpos generizados son sitios de la imaginación política. Abolir el género es, entonces, desandar los binarismos rígidos que organizan privilegios masculinos y heterosexuales, pero también dar lugar a la experimentación coporal y subjetiva más allá de toda forma naturalizada.

El fin del trabajo y el fin del género

A continuación voy a tratar de pensar algunas posibles articulaciones entre la agenda xenofeminista de abolición del género y la proyección de una sociedad no basada en el trabajo asalariado. Para esto voy a introducir algunas consideraciones tomadas de los feminismos marxistas y a la economía feminista. Siguiendo estas lecturas, podemos decir los roles de género hegemónicos en el capitalismo se han construido en parte en torno a la división entre trabajo asalariado y trabajo reproductivo. Es posible recuperar contribuciones importantes del constructivismo social que analizan los aspectos específicamente económicos en la constitución del género dominante en nuestras sociedades (sin desconocer las críticas materialistas de Hester y otras feministas al constructivismo social del género). Después de todo, superar el constructivismo social del género no significa desconocer los elementos sociales, culturales, y en este caso especialmente económicos que también operan en la constitución de nuestras subjetividades y sexualidades.

Podemos pensar el capitalismo como una sociedad que 1) se basa en el trabajo (donde el trabajo es el garante de la integración social de las personas), y 2) organiza la vida separando el trabajo creador de valor de las actividades reproductivas (en este apartado sigo laxamente las ideas de Roswitha Scholz y Amaia Pérez Orozco). De todas las actividades necesarias para sostener la vida, solo algunas son reconocidas completamente como trabajo y premiadas con un salario en el capitalismo: aquéllas que se realizan bajo un contrato laboral entre empleador y empleado. Buena parte del cuidado de lxs enfermxs y la educación de lxs niñxs, el mantenimiento de los hogares, la preparación de comidas, la limpieza diaria, etc., actividades desvalorizadas e incluso vueltas económicamente invisibles, no son reconocidas como trabajo. Esta separación, además, se ha configurado históricamente en forma generizada, asociando el trabajo asalariado con lo masculino y el trabajo reproductivo doméstico con lo femenino. Esto significa que la dominación social en el capitalismo no está estructurada solamente por la compulsión abstracta a la acumulación. El capitalismo ha supuesto históricamente un tipo de dominación masculina heterosexual específica, entretejida con la división de la economía entre producción de valor y reproducción social.

Este breve rodeo por el marxismo feminista nos permite anudar mejor el significado del fin del trabajo desde una perspectiva de género. Podemos decir que la escisión entre producción y reproducción social en el capitalismo se vincula con la constitución de un patriarcado heterosexual, que asocia lo masculino a la producción de valor y lo femenino a la reproducción social. De ahí las sospechas al posible masculinismo implícito en las propuestas de inclusión social mediante el trabajo asalariado. Lejos de pensar solamente en la mitad masculinizada, blanca y privilegiada del mundo, la propuesta del fin del trabajo apunta contra uno de los pilares del patriarcado heterosexual capitalista: la separación jerárquica entre producción (de valor) y reproducción (de la vida). Después de todo, cuando se cuestiona la sociedad del trabajo se cuestiona la lógica absurda del capital por la que trabajamos para trabajar, es decir, para mantener la producción de valor en marcha. Interrumpir ese mecanismo de propulsión ciego y compulsivo permitiría repensar la economía desde el punto de vista de la sostenibilidad de la vida (y no desde la perspectiva de la producción de valor). Esto generaría mejores condiciones para poner a los trabajos reproductivos y los cuidados en el centro de las preocupaciones sociales, en cuanto son tan necesarios para sostener la vida como el trabajo en las fábricas, etc.

Recuperando el hilo del apartado anterior, podemos ver que el abolicionismo del género de Hester (centrado en cuestiones tecnológicas y sociales, pero no construido desde consideraciones económicas) y la crítica marxista-feminista (o de la economía feminista) a la separación generizada entre producción de valor y reproducción social, pueden leerse de manera convergente. Abolir el género podría ser también un programa económico para reestructurar la actividad social más allá de la oposición entre un mundo masculinizado reconocido como trabajo mediante el salario y otro mundo de la reproducción social, indispensable para sostener la vida, pero relegado a la invisibilidad y feminizado. Nuevamente, no se trata de alisar las diferencias cualitativas entre diferentes actividades y subjetividades, sino de abolir las oposiciones binarias y jerárquicas que vuelven rígida la experiencia de las personas y garantizan las jerarquías entre ellas.

Cierre: propuestas transformadoras

En este artículo propuse una doble discusión “aceleracionista” en torno a la reproducción social y el trabajo doméstico. Por una parte, esbocé un debate xenofeminista sobre la automatización de las tareas domésticas y la reproducción biológica y social. Los hogares, como sitio donde se realiza buena parte del trabajo de reproducción social, también son artefactos políticos susceptibles de rediseño, transformación material y experimentación tecnológica. Roto el par realismo doméstico-realismo reproductivo, que impide pensar alternativas futuristas a la reproducción en la familia nuclear heterosexual, es posible desplegar la imaginación prometeica en ámbitos domésticos, pero también en las tecnologías de la reproducción biológica y social. Esto permitiría tanto ampliar la autonomía tecnológicamente mediada de los cuerpos gestantes, generar esquemas políticos más igualitarios en las tareas domésticas y los cuidados y abrir el futuro a vivencias corporales queer que no se reducen a las construcciones binarias de lo masculino y lo femenino.

Por otra parte, traté de articular el ideario normativo xenofeminista (abolición del género) con el de cierto marxismo feminista (cuestionamiento de los binarismos generizados entre producción de valor y reproducción social). La idea emancipatoria de una sociedad no basada en el trabajo puede modularse en términos feministas como una ruptura con el modelo social del male breadwinner que parece acompañar al capitalismo en casi todas sus formas. Se trata de luchar por un mundo donde todxs seamos responsables de tareas hoy relegadas a lo invisible y feminizadas, como los cuidados, ampliando los márgenes de experimentación política (y tecnológica) en el ámbito doméstico. Esto, claro, bajo la premisa postcapitalista de una sociedad organizada en torno a la sostenibilidad de la vida antes que la ganancia empresaria. El fin del trabajo, en este caso, significa algo más que ingreso universal: significa una ruptura con la lógica de trabajar para trabajar (producir valor para seguir produciendo valor) que define al capital en sí, imponiendo dinámicas económicas absurdas tanto como privilegios masculinos y heterosexuales en la vida colectiva. Organizar la economía en torno a la sostenibilidad de la vida, y no en torno al valor, supone romper el binarismo entre trabajo asalariado y reproducción social , propio del capitalismo. En cuanto ese binarismo está además generizado (asocia una esfera a lo masculino y otra a lo femenino), podemos pensar una convergencia postcapitalista y feminista en torno a la idea de fin del trabajo. Es decir: un proyecto de economía orientado a sostener la vida y no a la ganancia, que por lo tanto ya no subalternice la reproducción social como un “trabajo” de segunda categoría no reconocido como tal.

Bibliografía

Dinerstein, Ana y Pitts, Fredrick Harry (2017) “Postcapitalism, Basic Income and the End of Work: A Critique and Alternative” en Bath Papers in International Development and Wellbeing; Vol. 2017, No. 55. Universidad de Bath.

Federici, Silvia (2018) El patriarcado del salario. Madrid: Traficantes de Sueños.

Hester, Helen (2017) “Promethean Labors and Domestic Realism” en E-Flux (publicación virtual). https://www.e-flux.com/architecture/artificial-labor/140680/promethean-labors-and-domestic-realism/

Hester, Helen (2018) Xenofeminismo. Buenos Aires: Caja Negra.

Pérez Orozco, Amaia (2014): Subversión feminista de la economía. Aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida. Madrid: Traficantes de Sueños.

Scholz, Roswitha (2014) “El patriarcado productor de mercancías. Tesis sobre capitalismo y relaciones de género”, en Constelaciones. Revista de Teoría Crítica. Madrid: Sociedad Española de Teoría Crítica, N° 3, pp. 44-60. Disponible online: http://www.constelaciones-rtc.net/05/05_0.pdf

Srnicek, Nick y Williams, Alex (2015) Inventing the Future. Postcapitalism and a world without work. Londres: Verso.

1Utilizo las expresiones “trabajo doméstico”, “trabajo reproductivo” y “trabajo de cuidados” siguiendo en cada caso a lxs autorxs citadxs, sin pretender diluir las diferencias conceptuales entre las tres expresiones. Los cuidados pueden venderse como mercancías hasta cierto punto y no se realizan siempre en ámbitos domésticos. El trabajo doméstico también puede mercantilizarse (por ejemplo, cuando se emplean trabajadorxs asalariadxs en los hogares). Finalmente, no toda la reproducción social se da en el plano doméstico (la educación pública sería un ejemplo de trabajo de reproducción social no doméstico). Por lo general, con estos distintos conceptos y con diferentes énfasis, lxs autorxs se refieren al trabajo reproductivo doméstico, esto es, al trabajo de reproducción de la fuerza de trabajo, no reconocido en el capitalismo, realizado fundamentalmente por mujeres en los hogares y que no recibe un salario.