Por Juan Rapacioli
“El Planeta Tierra es azul y no hay nada que pueda hacer”, se escucha en Space Oddity, canción que abre el álbum David Bowie (luego relanzado como Space Oddity), publicado en 1969, el mismo año en que el Apollo 11 llevó a Neil Armstrong y Buzz Aldrin a la luna. Un año antes, Stanley Kubrick había lanzado 2001: A Space Odyssey, su adaptación del cuento de Arthur C. Clarke, The Sentinel. La frase de la canción corresponde a Major Tom, el primer personaje que el artista británico ofrece al mundo y que, como se verá a lo largo de su obra, tendrá una importancia central.
Major Tom es el astronauta que se lanza a una misión espacial y en algún punto de su recorrido tiene un problema con el circuito y queda flotando en el espacio. Desde ese abandono, puede mirar la pequeña esfera azul y pensar esa frase que también se puede traducir como: “El Planeta Tierra es triste y no hay nada que pueda hacer”. Años después, en 1980, Bowie retoma a este personaje en Ashes to Ashes, tema principal del álbum Scary Monsters (And Super Creeps), para decir: “We know Major Tom’s a junkie” (sabemos que Major Tom es un drogadicto), respondiendo con ironía a la lectura de época. Junkie es también una novela de William S. Burroughs, autor clave para entender el imaginario conceptual de Bowie.
A finales de los 60, al menos para Bowie, la cosa iba por otro lado. En medio de la revolución hippie, la separación de los Beatles, Woodstock, la Guerra de Vietnam, las revueltas civiles y la herencia de la Generación Beat encarnada en la figura de Bob Dylan, el joven David Robert Jones buscó sintetizar una de las fantasías de la época: el viaje espacial. Pero antes de llegar a ese punto, realizó una búsqueda exhaustiva para dar con un yo verdadero (búsqueda que no terminó jamás). Su primer paso, en ese momento, fue una operación con el nombre: se convirtió en David Bowie. Su primer personaje.
A Bowie no hay que leerlo simplemente como un artista camaleónico que pasó por diferentes estilos musicales y propuestas estéticas, sino como alguien que no dejó de pensar en los límites entre autor, obra y público. Bowie es siempre proyección. El filósofo británico Simon Critchley sostiene que “si bien la música de Bowie nace del aislamiento, no es en absoluto una afirmación de soledad. Es una tentativa desesperada de sobreponerse a la soledad y encontrar alguna clase de conexión. En otras palabras, lo que define realmente bien la música de Bowie es la experiencia del anhelo”.
Según Critchley, “la verdad de Bowie es inauténtica, completamente calculada, una absoluta construcción. Pero sigue siendo verdad, es stimmt, que diríamos en alemán, o tiene la propiedad de causar esa sensación, de ser stimmig. La escuchamos y decimos sí. En silencio, o a veces en voz alta. El sonido de la voz de Bowie genera una resonancia en nuestro interior. Encuentra un eco corpóreo. Pero la resonancia invita a la disonancia. Un cuerpo resonante en un lugar -como vasos sobre una mesa- empieza a sacudir otro cuerpo y de pronto todo el suelo está cubierto de cristales rotos. La música resuena y nos llama a disentir con el mundo, a experimentar un dissensus communis, una sociabilidad reñida con el sentido común”.
Lo que subyace, entonces, es la idea del artificio. Bowie es quien decididamente viene a decir, en el mundo del rock, que el artista es una construcción ficcional. En Shanzhai, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han reflexiona sobre otro tema importante para Bowie: el pensamiento chino. Y dice que ese pensamiento “no conoce identidad alguna que remita a un acontecimiento único. En este sentido, no existe la idea del original, puesto que la originalidad presupone un comienzo en sentido estricto. El pensamiento chino no se caracteriza por concebir la creación a partir de un principio absoluto, sino por el proceso continuo sin comienzo ni final, sin nacimiento ni muerte”.
En Como un golpe de rayo, el periodista musical británico Simon Reynolds vincula la estrategia de Bowie a la publicidad: “El joven cantante formaba parte de la búsqueda de autenticidad bohemia de la época, esa búsqueda de un verdadero yo que los condujo a él y a sus contemporáneos a la música negra (el blues, el soul, el jazz), a los escritores beatniks, al culto oriental. Pero también era un personaje adaptable e increíblemente ambicioso, capaz de reposicionar la marca Bowie (término que nadie utilizaba en ese momento) en consonancia con la fluctuaciones de moda”.
En 1972, Bowie le da vida a uno de sus personajes más emblemáticos: Ziggy Stardust, el alien andrógino protagonista del álbum The Rise And Fall Of Ziggy Stardust And The Spiders From Mars. Un excéntrico provocador glam que le abrió la puerta a las disidencias sexuales y se convirtió en ícono de la extrañeza. La canción Starman habla del extraterrestre que espera en el cielo para bajar a salvar a la humanidad. Pero la humanidad, como sabe Major Tom, es triste. De alguna manera, Ziggy es el reverso de Major Tom. Mientras uno se aleja de la Tierra, el otro espera para venir. Pero ambos comparten algo: la distancia de la mirada. Esa distancia se puede reconocer en toda la obra de Bowie. Es el artificio como procedimiento que lo llevó a navegar por el folk, el glam, el soul, el pop y el jazz sin quedar pegado a ningún género. Es por eso que también se puede ver a Bowie a través del filtro de otros artistas: Anthony Newley, Syd Barrett, Scott Walker, Nina Simone, Iggy Pop.
En Martropía. Conversaciones con Spinetta, el músico argentino confiesa que, si bien la naturaleza ocupa un lugar central en su obra, él mismo no se siente tan cómodo fuera de la ciudad: “Tengo que estar en muy buena compañía y muy relajado, si no me molesta mucho. Es una de mis dificultades”. En Springsteen on Broadway, el músico estadounidense dice: «Nunca vi el interior de una fábrica y, sin embargo, sólo escribí sobre eso”. Y en el documental The Last Five Years, Bowie se refiere directamente a su imaginario espacial: “Es un diálogo interior que se manifiesta físicamente. Es mi pequeño lugar. No soñaría con viajar en una nave espacial. No tengo interés o ambición de ir al espacio. Tengo miedo de ir al final de jardín”. De esa manera, Bowie explica lo que siempre dejó ver: que el artista juega a la interpretación, hace ficción. Si en Spinetta o Springsteen es más difícil disociar la imagen de la persona, en Bowie eso está evidenciado. Su operación es borgeana: se encarga de mostrar el proceso interno de ese artificio.
El artificio como procedimiento encuentra su punto crucial (aunque no definitivo) en Blackstar, el álbum que Bowie lanzó misteriosamente cuando cumplió 69 años, el 8 de enero de 2016, dos días antes de su muerte. Ahí se condensan los elementos de su imaginario espacial y se retoma la figura de Thomas Jerome Newton, el protagonista de The Man Who Fell to Earth, película de 1976 basada en la novela homónima de Walter Tevis, donde Bowie interpreta un papel hecho a su medida: un extraterrestre caído del cielo que deambula por la Tierra sin poder regresar a su hogar. Blackstar completa un cuadro conceptual pero no cierra su expansión. Como alguna vez dijo Bowie: “La verdad es que no hay viaje, estamos llegando y yéndonos al mismo tiempo”.