Territorios sin cartografiar: un aire viciado

// Por Ricardo Romero

En toda cultura hay frases, sentencias que condensan sospechas e iluminaciones, hipótesis y certidumbres. A veces son comodines del sentido común, anónimos o casi anónimos, que resuenan una y otra vez para completar un juego inconcluso que nos puede servir para ganar una mano pero no la partida. Otras son mantras filosóficos que si bien dicen algo que necesitábamos escuchar, también a la larga clausuran sentidos que tal vez deberíamos oír. Las leemos, las repetimos, las pensamos, las invocamos. Incluso, en secreto, podemos utilizarlas para explicarnos los aspectos más íntimos de nuestra vida. Ahí están: «La mejor treta del diablo es hacernos creer que no existe»; «El camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones»; «Las brujas no existen, pero que las hay, las hay»; «Todo lo sólido se desvanece en el aire»…

Todo lo sólido se desvanece en el aire. Quién no lo ha experimentado alguna vez, sin necesidad de haber leído a Marx o a Berman. El problema es que, más allá de Berman porque Berman ha quedado lejos, solemos pensar en esta sentencia mirando hacia atrás: lo sólido que estaba ahí, ya no está más, se ha desvanecido. Y ante esta evidencia se articula la pregunta inevitable: ¿eso que considerábamos sólido era tan sólido? Esta pregunta tiene derivaciones físicas, ontológicas, poéticas y políticas. Pero son derivaciones que siguen mirando hacia atrás. Porque, ¿qué pasa con el aire? ¿Qué pasa con ese magma entrópico en que todas las solideces se han desvanecido? ¿Hacia dónde va, cómo se mueve, qué mareas internas hay y cómo se relacionan entre sí? ¿Cuál es su punto de equilibrio sistémico? Las derivaciones que uno podría encontrar son también físicas, ontológicas, poéticas y políticas. Y, sospecho, en todas sería inevitable utilizar la palabra «interferencia».

Uno de los aspectos que más me interesan de la ciencia ficción tiene que ve con esa palabra. Sobre todo desde los años sesenta y la New Wave, la ciencia ficción ha logrado que las fronteras entre lo tecnológico-científico y lo ontológico-filosófico, entre lo social y lo privado, se vuelvan totalmente inestables y flexibles. En Lem, en Ballard, y más acá en Harrison o Miéville, todos los discursos están cruzados por otros, interferidos, y en esas interferencias nace y se multiplica su potencia expresiva. No es la hibridez estéril de la mula, sino la hibridez pendenciera del mutante.

Y es en esta tradición en que, creo, se inscribe el último libro de Kike Ferrari, Territorios sin cartografiar, publicado en la colección Arqueologías del Futuro, de Indómita Luz.  El libro de Kike es, efectivamente, un libro mutante que interfiere y provoca en muchos planos. El más evidente es el estructural, ya que entre relato y relato podemos encontrarnos con textos llamados, justamente, «La interferencia», que articulan y desarticulan las diferentes ideas que nos vayamos haciendo de lo que el libro es. ¿Estamos ante un libro de cuentos o estamos ante una novela? Hay características que podrían hacernos pensar en una y otra posibilidad, pero su contundencia radica en que no nos dejará decidirnos. Estamos ante la imposibilidad de un libro de cuentos y estamos ante la imposibilidad de una novela.

Otro plano es el argumental. Territorios sin cartografiar es una caja de resonancias en la que no sabemos cuál es el ruido original, y tampoco importa demasiado. Lo que el libro nos propone es que intentemos capturar las distintas frecuencias en que se mueve, y desde ahí encontrarle un sentido a la experiencia. Los textos se interfieren unos a otros, haciendo pie en dos ciudades, Shörshstad y Buenos Aires, dos versiones del mundo que no se anulan pero tampoco se complementan, porque no hay síntesis posible. Una escritora llamada Ángela y el «crackle», por un lado, un escritor llamado Kike y la «Interferencia», por el otro. Y entre ellos, las fluctuaciones de lo real, los textos que refieren a otros textos, desde la angustia arltiana y la figura de Piglia a Batman, y la ucronía que se desdobla no para negar el horror de la historia que conocemos sino para afirmarlo, para profundizarlo.

Pero, tal vez, el plano en que la idea de interferencia me resulta más interesante en este libro de Kike es uno más difícil de detectar, porque está en todas partes. Hay, en sus páginas, una sensibilidad absolutamente contemporánea. Y eso, que parece una obviedad, no lo es. No somos tan contemporáneos como creemos. No somos lo suficientemente sensibles. Seguimos viviendo en la tragedia de lo sólido que se desvanece, cuando deberíamos hacernos cargo de la agonía y la inestabilidad del aire que se enrosca en los rincones y empuja en las avenidas. Aire viciado, enviciado, interferido, cargado de ondas expansivas, de información cruzada, de voces rotas. Nuestra cultura es la cultura de la interferencia, todos nuestros dispositivos, tanto tecnológicos como orgánicos, tanto sociales como íntimos, están alineados en ese extraño propósito. Y lo curioso es que vemos la interferencia como un obstáculo y no como una herramienta para construir sentido. Territorios sin cartografiar nos enfrenta a esa lógica, construye sentidos en fuga, nos propone monstruosos por el hecho de ser volátiles. Y finalmente nos empuja a asumir nuestra condición gaseosa mientras el meteorito que nos interferirá se sigue acercando. Vaya uno a saber quién se llevará la peor parte, si el meteorito o nosotros.


Esta lectura nace de la presentación Esos raros relatos nuevos realizada de forma circular por seis autorxs: Ricardo Romero, Yamila Bêgné, Kike Ferrari, Gonzalo Santos, Flor Canosa y Juan Mattio. En el video se puede ver el registro completo del evento.