
En 1997 Marcelo Cohen escribió esta reseña a El curso del corazón, novela inquietante de M. John Harrison. Con autorización de autor, Synco recupera esta lectura que no estaba disponible en la web para seguir habitando el universo Harrison.
// Por Marcelo Cohen
Los cultos del misterio y la psicología son formas análogas de tratar con lo invisible. Unos creen en una realidad impecable y escondida, sólo accesible por revelación, original de la copia defectuosa o el error en que vivimos. Otros creen que los actos humanos son producto del acuerdo entre voluntad y fuerzas anímicas desordenadas, elementales, cuyo fondo es la química. Todos insisten en el trabajo anterior y leen los hechos del mundo como signos. Pero para la vía psicológica el alma es natural y para la mistérica es trascendente; y esta diferencia, que las haría irreconciliables, es un beneficio para la imaginación.
En muchas de las mejores historias fantásticas, la ciencia del alma y la del ocultismo se complementan en una realidad abarcadora que afecta más justamente porque anula falsas opciones.
Claro que el cuadro donde aparición y alucinación son lo mismo es difícil de sostener. No basta imponer el fantasma sin mostrarlo; no basta confundir mal y bien; fantástico es que la mente lectora se pregunte si ella misma no es sobrenatural y amoral.
Esto, desasosiego duradero, es lo que provoca El curso del corazón, una novela en la que ningún dato ayuda a deslindar el morbo de la mística. Aunque le pese, el lector se hace vidente.
La época es la nuestra. En la base de la trama hay un triángulo. El narrador ama a Pam Stuyvesant, pero Pam elige a Lucas Medlar. En un momento los tres, estudiantes de Cambridge, participan en un rito esotérico realizado por cierto Yaxley, un mago abyecto, agudo y repulsivo, mezcla de gnóstico nihilista y hechicero negro. Al parecer, inducen un cambio incalculable en el Pleroma -la esfera de la plenitud, la realidad verdadera que les trastorna tanto al vida que ni recuerdan qué hicieron-. No conocemos los motivos de Yaxley, pero deducimos por qué los eligió a ellos. El narrador fue un niño contemplativo; Lucas, tormentoso y caótico, tiene (literalmente, parece) un demonio interior; Pam es epiléptica e hipersensitiva. Unidos por el deseo de elevación y la culpa, Pam y Lucas se casan; viven en los páramos cercanos a Manchester, aislados en su pugna, entre visiones cuyo significado se les hurta. El narrador, que se desvía a un trabajo de editor y un matrimonio sensual, sufre el acoso de Yaxley, y si accede a cooperar en abstrusos ritos es para negociar un poco de alivio para sus amigos. No lo consigue. Nunca descubre si Yaxley es un mistificador o una víctima de potencias exorbitantes; y además él también tiene visiones, a veces macabras, otras de una sexualidad transfiguradora. Cuando Pam y Lucas se separan, acude a apoyarlos. Pero Pam se enferma y tiene que internarse en un hospital.
Entonces Lucas empieza a regalarle, tarde a tarde, los capítulos de una novela que es también una solución: desde la caída de Bizancio hasta la Inglaterra de hoy, cuenta los avatares de Corazón, la forma femenina del Pleroma, de la eternidad y la salud. No es mera compasión amorosa o fervor creativo; la historia de una conversión espiritual se confunde con un la de una paranoia. Lucas cree Pam es Corazón. En el aire de condena que abruma a los tres, en las beatitudes que atisban, el narrador nunca puede demostrarse que no participa de una alucinación consensual; pero tampoco acepta algo que ha entrevisto: que este mundo no es la sombra de otro sino la cosa auténtica, «el Pleroma y no un índice imperfecto». Por eso queda atrapado en un ámbito intermedio, de esquivo compromiso, donde un latido de la historia da y otro quita, donde se intuye que la muerte es un tránsito pero perder lo querido sigue siendo insufrible.
¿Cómo se hace tragedia fantástica? En el lúgubre paisaje de la gnosis, Harrison introduce la luz de la Diosa madre. Para los gnósticos, la vida en un mundo de carencia y malestar no se remontaba a la caída de Adán sino a la delegación del Dios verdadero, escondido, en un creador ineficiente o maligno. El retorno a lo auténtico, el acabamiento del ser, requería conocimiento y purificación -una vuelta a la inocencia-. Pero era un camino tan sigzagueante y convulsivo como las manifestaciones del esplendor oculto. Si el tiempo cristiano es una línea recta hacia la salvación, el de los gnósticos era una línea quebrada. Pero el tiempo dela Diosa primigenia es cíclico. Entre todos está el inconsciente, y el mundo contemporáneo.
El curso del corazón trata de la percepción del tiempo. Harrison desecha casi toda la información habitual sobre los personajes y con episodios tangenciales hace el croquis inverso de otra vida, latente para todos, manifiesta para algunos en visiones no siempre afables.
Esa vida no es sólo un hecho psicológico individual: está abonada por una cultura que habita la nuestra, se debate por durar y, antes de sucumbir bajo la tradición central de Occidente, prefiere retraerse y elegir heraldos y voceros: Rilke, Kafka, Alfred Kubin; para Harrison, también Primo Levi.
En el tiempo quebrado el criterio del bien no es el ascenso, sino la regeneración. Hay un pasaje en que el narrador observa, días y días, pasear por un acantilado a una ciega, un parapléjico y un perro. Una tarde ver que esa cooperativa se desintegra en una pelea salvaje. Alarmado, quiere intervenir, pero el perro se lo impide. Entonces comprende que está protegiendo a la pareja; que esa gente no gruñe y se manosea por odio sino por deseo.
En este libro hondo e hiriente la realidad es siempre doble; nunca se sabe bien qué está pasando; el espanto se toca con el gozo; y -esto puede dar miedo- la muerte no termina nada.