Una ceremonia ecléctica, brutal y adictiva

Por Marcelo Simonetti

Marcelo Simonetti fue parte de una de las ceremonias flamígeras que ofrecen Jaz Coleman y su Orchestra Of Death en el marco del itinerante Club Malvinas y lo cuenta para Sonámbula. Seis extensos y ecléctivos temas bastaron para sentar las bases de un ritual oscuro, adictivo y brutal que recomienda no perderse.

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No suele pasar esto de ir a un show sin saber que vas a escuchar. Y mucho menos, que luego surta un efecto demoledor. O sea, vi a Killing Joke en 2018, los escucho, no hace mucho le hice una entrevista a Jaz. Pero así y todo, no sabía que era lo que me esperaba. Porque Killing Joke fue ecléctico toda su carrera y porque Jaz lo es aún más. La idea era, según me anticipó, tocar dos temas compuestos en Islandia en 1982 y completar con otros compuestos desde que vino a vivir a Buenos Aires. No más pistas que esas.

La presentación fue en el marco del “Club Malvinas”, que el mismo Coleman dirige. El día antes anunciaron el sold out. Imagino que el 90% de los presentes estaba tan intrigado como yo. Entre el público pude ver muchas caras conocidas de años en la escena, que en la espera pudieron disfrutar de muestras artísticas y de un discurso “alla Coleman”, centrado en la compleja situación mundial de guerras imperialistas inminentes o ya en desarrollo, en el hambre y la hiperexplotación. La traducción estuvo a cargo del gran Sergio Rotman, que luego se encargó de hacernos mover los piecitos junto con Asia Del Sur. A ver, el país está lleno de DJs. La escena está llena de DJs que pasan las mismas cuatro bandas hace treinta años. Pero solo él te mete un tema de Wire y otro de Wir en la previa de un sold out de éstas características. La previa sola ya pagaba el ticket.

Pero encima de todo, salió el Doctor, de estricta y clásica caracterización, junto a su Orchestra Of Death, con los músicos, lookeados en la misma sintonía. De fondo, como intro, música compuesta por Jaz y ejecutada por la Filarmónica de San Petersburgo. Y no hay forma de explicar lo que siguió, como para intentar aproximarse a lo vivido.

En datos duros, fueron 55 minutos de show, divididos en apenas seis temas. Casi diez minutos promedio por tema de promedio, pero de algo inclasificable. Si dijera que fue de una brutalidad extrema, quirúrgicamente ejecutada, estaría siendo demasiado abstracto. Pero no se me ocurre una definición mejor.

Incluso cada tema es difícil de describir. Porque si bien algunos eran más pomposos y otros más terrenales, dentro de una misma canción se sucedían los quiebres de segmentos, como monstruos que a priori podrían parecer irreconciliables. Riffs pesadísimos, bordeando el doom, bases que pasaron de una monotonía hipnótica a un desenfreno de una violencia sorprendente y unos teclados que pasaban de la sublime atmósfera gótica a sutiles fondos electrónicos.

¿Qué decir de la banda? Parecían músicos que tocan juntos hace veinte años juntos. Nico Sorín en los teclados, muy conectado con las idas y vueltas de la música desde lo gestual, muy en sintonía con la acostumbrada teatralidad de Jaz. Franco Fontanarrosa, en el bajo, fue el chofer de un carruaje inglés del siglo XVII que te conduce entre tinieblas a un rito de ultratumba. Chowy Fernández fue un torrente de guitarras oscuras, riffs pesadísimos y desbocados, así como de momentos de delay, algún que otro reverb y pausas siempre atinadas. Gori, en la otra guitarra, funcionó como el contrapeso perfecto para Fernandez, agregando melodía e introspección. Y, en la bata, Rodrigo Gómez Casa, adaptándose y comandando cortes y desboques, entre poderío y virtuosismo. Pura sutileza, que además pareció conectar con la típica teatralidad ritual del Doctor Coleman, al igual Sorín, lo que añadió un extra importante al show.

Todo ésto, amparado por la presencia central de Jaz, que por momentos parecía una figura operística, para luego transformarse en un predicador del fin del mundo y por momentos mostrándose simplemente un hombre que está divirtiéndose en el escenario y haciendo lo que le gusta. Su gestualidad histriónica y ampulosa, junto con su voz catártica, a veces oscura y otras quebrada, se acomodan maravillosamente a sus extraordinarias y únicas composiciones.

55 minutos. Seis temas. Una mezcla fenomenal de post punk, industrial, kraut, doom y hasta un funk pesado pero festivo en el final, que fueron un festival de la exageración. Encima acompañados por unas visuales que constituían un espectáculo en sí mismo.

Un show puede ser malo, puede ser virtuoso pero aburrido, puede ser un gran show, emotivo o divertido. Pero los shows que te marcan son esos donde sentís que entraste a un mundo que más allá de la cotidianeidad, donde te olvidás de lo que pasaba cinco minutos antes de entrar a la venue y de que al otro día tenés que volver a laburar. Y tu vida se transforma en otra cosa. En éste caso, fui parte de un ritual oscuro, adictivo y brutal. Me fui en llamas, esperando la próxima ceremonia.

 

(El show de Jaz Coleman & The Orchestra Of Death fue este pasado domingo 29 de junio, en Lucille Bar, CABA)