Operación Masacre
Por Diana Szarazgat y Jorge Hardmeier
A pocos días de cumplirse 18 años de la masacre de Cromañón, Diana Szarazgat y Jorge Hardmeier entrevistaron a dos sobrevivientes de aquella fatídica noche en la que se combinaron la inconsciencia de público y banda con la ambición de los dueños del lugar que sobrevendieron miles de entradas y la irresponsabilidad estatal que sabiendo de las condiciones de peligrosidad del lugar lo dejó seguir funcionando. Un recuerdo tan doloroso como necesario de la época del rock y las bengalas.
No quiero un valle de catacumbas
Nunca más
No quiero que me llenen de sal
(“La bengala perdida”, Luis Alberto Spinetta)
Este 30 de diciembre se cumple un nuevo aniversario de un episodio traumático: el incendio generado en 2004 durante un recital de Callejeros dentro del local República Cromañón, ubicado en el porteñísimo barrio de Once. El dueño del lugar era el ya mítico Omar Chabán, fundador de sitios como Café Einstein y Cemento, entre otros. El hecho provocó la muerte de 194 personas, miles de heridxs, posteriores suicidios y secuelas físicas y psíquicas en sobrevivientes, familiares y amigxs. ¿Cómo se articulan la responsabilidad del Estado, el proceso político y la tragedia de un recital con puertas cerradas y sobrepasado en su capacidad? Lxs muertxs tienen voz desde el testimonio de dos sobrevivientes.
Toma 1. Mariano y los elementos esenciales
El local República Cromañón estaba habilitado por Subsecretaría de Control Comunal del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (GCBA). La capacidad establecida del lugar era de 1031 personas, pero al recital de Callejeros, según consta en la causa Judicial, ingresaron al menos 4500. Este 26 de octubre de 2022, Mariano publicó en las redes sociales un texto: “Carta abierta de un sobreviviente de la masacre de Cromañón que guardó silencio durante 18 años”. Mariano afinca en la localidad de Moreno, oeste del Conurbano bonaerense: “Es una carta que vomité. No es que uno se levanta todos los días y dice estoy reprimiendo tal cosa, de golpe uno hace un clic y ve algo que no había visto. Pero me tomó mucho tiempo”.
La entrevista es vía telefónica, con Mariano refugiado dentro de su auto pues su hijo de tres años complicaría la conversación ya que “es un terremoto”. Mariano convivió todos los días con lo sucedido aquella noche: “Lo que hice fue remitirlo a un lugar de lo íntimo. Una cuestión de la intimidad y no de lo público. Al ser público adquiere realidad y al estar en la intimidad se convierte un poco en un sueño. Lo que te puedo decir es que lo que escribí también es el resultado que viene de una generación despolitizada, de la que yo provenía. Veníamos de los años noventa. La palabra política no existía, no construíamos sentido, las cosas pasaban porque pasaban. Y uno las tomaba”.
En Cromañón confluyeron sobornos, corrupción política, avidez económica, negligencia e incumplimiento de ordenanzas. Una tragedia. Mariano corrige: “Hoy hablo de masacre. La diferencia entre masacre y tragedia radica en la responsabilidad. Yo mi carta la escribí hablando de una tragedia y, cuando la hice pública, distintos grupos de sobrevivientes me dijeron que manejaban la palabra masacre. Y eso cambia mucho el sentido. Porque decir masacre implica corresponsabilidad. No sé si voluntad pero si responsabilidad de muchos actores”.
¿Hubo sobornos para evadir controles? ¿Se realizaron las verificaciones correspondientes? ¿Cuál fue el peso de los intereses económicos y los vínculos empresariales? “Las responsabilidades son múltiples –analiza Mariano– y tienen que ver con que a mayor grado de responsabilidad, mayor grado de culpa. Para mí la responsabilidad va desde el pibe que tira una tres tiros o una bengala hasta la banda que acepta tocar en esas condiciones, el gerente del lugar que por ambición de dinero lo llenó por encima de toda lógica de seguridad, la perversión de quien puso un candado o una cadena a una puerta de seguridad para que nadie entrara sin pagar, la negligencia de los funcionarios que habilitaron el lugar y la corrupción y complicidad de que existiera cierta política para que todo eso se combine”.
Mariano estuvo años sin poder exteriorizar el trauma que le generó estar en ese infierno: “Yo era un pibe y tenía una familia que no me acompañó. Después pasaron los años y sentí que ya era tarde. Y también me pesaba la culpa del sobreviviente”. Prosigue: “Hay otra cuestión: si siento culpa significa que tengo algún grado de responsabilidad en lo que sucedió. Y yo, para no sentir culpa tengo que tener bien en claro que hubo responsables y que entre esos responsables no estaba yo. Una madre con la que me encontré me dijo ‘¿Pero cómo vas a sentir culpa? Estarías culpabilizando a la víctima’. Pero no fue para mí fácil de entender en el sentido del hecho de que yo salí y otros no”. Mariano, hoy agricultor, no puede olvidar algo de aquella noche: en un momento dejó de entrar al lugar a rescatar gente: “Me afectó, porque más allá del trauma hay momentos donde hay que actuar. Yo en ese momento me quedé afuera, me parecía inconcebible la idea de volver a entrar ahí. Es lo más parecido que me puedo imaginar a una cámara de gas”.
Soñaba con ser aviador y surcar el aire, fue sobreviviente de un hecho protagonizado por el poder del fuego y ahora se dedica a trabajar y cultivar la tierra. ¿Y qué se hace con el edificio que albergó República Cromañón? “Lo que circula informalmente, entre algunos sobrevivientes es que lo que se va a intentar es recuperar cuestiones de la vida y no de la muerte de los que fueron ahí, no va a ser un cementerio sino que va a ser un espacio que recupere aspectos de la vida”.
Estamos inmersos en una sociedad que sacrifica a sus hijxs: los setentas, Malvinas, Cromañón. No casualmente, el grupo de avanzada en una guerra se denomina infantería. Le hacemos este comentario a Mariano, actual estudiante de Ciencias Políticas y reflexiona: “Hay una diferencia con morir en una guerra; yo cuando empezó el incendio sentí que no estaba listo para irme y alguien que está en una guerrilla o en una guerra, a la que lo llevan forzadamente, como los jóvenes de Malvinas, la posibilidad de la muerte la tiene presente”.
Mariano se transformó en viajero luego de la masacre y, finalmente, detuvo su devenir geográfico y formó una familia. Sin embargo, aquel hecho es imborrable y volvemos a los elementos: agua, fuego, aire, tierra: “Yo quería ser aviador y, por lo tanto, transitaba el aire, pero después del fuego de Cromañón terminé trabajando la tierra. Ahí faltaría el cuarto elemento que es el agua y siempre le tuve algo de cagazo al agua. Unos días antes del incendio hubo un tsunami en Tailandia donde murieron miles de personas. La prepotencia del agua. Paradójicamente, luego de Cromañón, me quedó mucho miedo a los tsunamis, no al fuego o a los incendios. Me aterraba la idea del agua avanzando porque la asociaba con el humo avanzando en Cromañón. Viajando, estuve en las costas del Pacífico donde hay posibilidad de tsunamis. En 2013 estaba en una isla que queda en el Caribe. Estaba en un hostel y me acosté en una cama marinera; empecé a escuchar un ruido que era el de una tormenta tropical. Me desperté de un salto y empecé a gritar. Los que estaban ahí me calmaron. Me di cuenta de algo de lo que no me había percatado: era 30 de diciembre de 2012 y eran las diez de la noche”.
La campana de la división: «Después del 2001 las coordenadas del rock cambiaron»
Toma 2. Gerardo y el beso de la muerte
Gerardo, ciudadano del barrio de Caballito, trabaja desde adolescente en un puesto del Parque Rivadavia. Su pasión es el rock y comercializa, fundamentalmente, discos y productos asociados a ese género. Desde 1997 comenzó a grabar recitales y ese material lo ofrecía a sus clientes: Los Piojos, Las Pelotas, Los Gardelitos, Los Redondos, Las manos de Filippi, Cerati y otras bandas. Admirador de David Bowie, también comenzó a grabar los recitales de Callejeros: “Me parecía una banda interesante, de rocanrol, que tenían eso de ser amigos del público, te lo cruzabas al Pato (Fontanet) y te tomabas una cerveza. Un pibe más.”. Aquel fatídico 30 de diciembre Gerardo abordó un taxi en José María Moreno y Juan Bautista Alberdi con destino al barrio de Once, más específicamente a República Cromañón. “Me bajo y ya estaba todo explotado. Me quedo en la puerta. Sale Chabán. Había un grupo de unas treinta personas esperando entradas. Y nos dice: chicos, esperen que ahora van a seguir vendiéndose entradas, esperen cinco minutos. Y salió Chabán con los tickets. Compré la entrada. No se podía caminar de la gente que había. Estaba repleto. Me mandé a una escalerita para poder grabar. Hasta ahí estaba todo bastante bien, al lado mío estaba Juan, un amigo, que gracias a Dios salió. Salió Chabán: chicos, dejen de prender bengalas, fúmense un faso pero dejen de prender bengalas, por favor. Eso fue diez minutos antes de que empiece el show. Ya estaban prendiendo entre diez y veinte bengalas. Arranca el primer tema y Pato dice: chicos, por favor no prendan bengalas. Y prenden como diez bengalas. Empiezan a sonar. Creo que llegaron a tocar medio tema. Se corta el sonido y una bengala prende fuego eso que estaba arriba, esa tela negra, una media sombra muy berreta. Mucho humo, mucho humo y pum, se corta la luz. ¿Qué hago?, me digo. Bajo la escalera. Ya había gente tirada en el piso. Esto lo hablé en terapia: pisé cabezas, porque la gente se caía adelante tuyo, traté de levantarlas pero no se podía. Si me quedaba un segundo más no estaba acá”.
En la charla con Gerardo, ese acá al que se refiere es el bar El Viejo Buzón, en Neuquén y Espinosa, pleno Caballito. “Llegué hasta la famosa puerta que estaba cerrada” –la metáfora del candado: ese que el poder siempre utiliza– “empujé y sentí un calor en la espalda muy fuerte y un poquito de olor a muerte. Recordé que por la puerta que entré era para la derecha. En la oscuridad fui para la derecha. Y encontré la luz de la calle, había una puertita abierta. Empecé a gritarle a la gente: ¡vengan por acá! Porque la gente no veía. Y mucha gente salió gracias a lo que hice. Entré en shock. Empezaron a salir en pilas los chicos y las chicas. Yo entraba y sacaba gente, entraba y sacaba gente. Y la empezaron a apilar en la vereda y tenían como algo negro en la nariz. En un momento dije: che, esto no es joda. Estaban muertos, realmente estaba pasando algo grave. Primero eran cinco, después diez, veinte, treinta y después la fila llegaba hasta la esquina. Era toda gente muerta. Lo vi a Pato, el cantante, ayudando. Lo vi, no me lo contaron. Llegaron los bomberos, la policía. Estaban los padres y las madres desesperados. Estaban, en ese momento, los celulares Nokia; me decían, ponele: llamá a María que está adentro. Eso me pasó tres o cuatro veces: los teléfonos estaban apagados o los chicos y chicas estaban muertos. Después atiné a llamar por teléfono a mi hermana Andrea para que se queden tranquilos. Me dice: estamos mirando la tele y dicen que son tres muertos. Le digo: no, son más de treinta, tranquila que ya estoy afuera. La remera me había quedado toda quemada. Salí a Rivadavia, caminé y después me subí a un colectivo y me bajé en el Parque Rivadavia”.
Cerveza de por medio, comentamos con Gerardo las responsabilidades en aquella masacre: “Hoy, después de tantos años, aprendí que responsabilidad tuvimos todos. En algún momento tuve bronca hacia este o aquel. El público fue a escuchar rocanrol y a disfrutar y estábamos acostumbrados a eso. Me pasó que algún bombero, cuando yo sacaba chicas, me dijo: si vino acá es porque se quería morir. ¿Cómo va a venir a acá? Dejala. No me quiero tirar en contra de nadie…Yo creo que el Pato Fontanet no tuvo la suficiente valentía para parar toda esa parafernalia de las bengalas. Los había visto en Cemento unos meses antes y se peleaban para ver quien prendía más bengalas.” Y sobre Omar Chabán: “Me vendió las entradas sabiendo que el lugar no daba para más. Ahí ya sos responsable. Si cerrás una puerta para que no se cuelen también sos responsable. La banda tuvo la responsabilidad de no parar. Yo, en veinte años de ir a recitales jamás prendí una bengala. Pero el público prendía muchas bengalas, no entendían que íbamos a terminar mal. En el parque se me acercó gente de un canal. Me llevaron al bar que está en Rosario y Beauchef diciéndome ‘Vení, tenemos que hablar con vos, queremos esa grabación, ¿Cuánto querés?’ Y les dije: ‘¿A vos te parece que te voy a vender eso? Murieron pibes. Pisé cabezas. ¿de qué me hablás?’ Tipo película de mafia. Y me anotan en un papel: diez mil pesos. Con eso, en 2004, hacia un quilombo bárbaro. No, yo eso no lo vendo. ¿Sabés por qué? Porque no me lo voy a perdonar yo, ni me lo perdonaría mi madre, ni mi padre. Y no vendí la grabación. Después me lo pidió cierta persona vinculada a la banda y se lo di de corazón. Al otro día prendo la tele y en todos lados mi audio. Me sentí traicionado porque me dijo que era para la causa judicial. Me llamó gente y me creyeron. Me siento tranquilo. Puedo dormir en paz”.
Gerardo, que aún tiene su puesto en el Parque Rivadavia, rememora el día posterior a la masacre: “Angustiado, triste, miraba el cielo, ¿viste que a veces uno mira el cielo? ¿Qué hago yo acá? ¿Por qué zafé y los otros chicos no? Eran chicos y chicas muy jóvenes, hermosos y hermosas, que no debían morir. Tenía pesadillas muy fuertes. Reaccioné en el 2017. Dije: necesito ayuda, ver qué pasa con esto. Hoy sigo yendo al Hospital Ameghino, me atiende mi psiquiatra Adriana Hufenbach, que es una genia, una gran profesional. Lo único que obtuve fue asistencia psicológica, de salud mental y me dieron una gran mano para otras cosas. Pero nunca recibí dinero ni nunca lo pedí. Pedir dinero habiendo salido vivo me parecería medio morboso. Soñaba con pibes quemados que me seguían y yo me perdía en las calles. Uno nunca se recupera y aparte es una fecha que me cagó la vida para siempre, ¿por qué? Porque son las fiestas. Lo que quiero decir también es que hay muchos de los sobrevivientes que se están matando. No tienen asistencia”.
Hablamos con Gerardo sobre el rol del Estado ante el hecho: “Me pareció una basura, nunca hubo apoyo, nunca salieron a buscar a la gente que estuvo en Cromañón para darle ayuda psicológica. Después hay un grupo de personas que cobran un subsidio, lo cual me parece fantástico. Yo no lo cobraría nunca: no puedo cobrar eso. ¿Qué voy a cobrar? Tengo mis piernas, tengo mi laburo. Pero hay que remarcar que hay muchos compañeros que salieron de ahí y no recibieron nada. Fue traumático ese día escuchar los gritos de las madres. No quiero quedar como un hijo de puta cuando digo que pisaba cabezas porque es fuerte, pero no se veía, y saqué del lugar a mucha gente y en un momento ya estaban los bomberos y la policía. Aparte de esto trágico de que murieron doscientas personas, hay que pensar en los sobrevivientes. Porque ahí entraron más de cinco mil personas. Son personas que necesitan ayuda psicológica. Nunca vas a dejar de ser un sobreviviente de Cromañon.”
Comienza a anochecer en Caballito y Gerardo opina sobre el destino que debería tener el edificio donde sucedió esta matanza: “Ese lugar debería ser abierto para que vuelva a haber recitales, cultura, lecturas, talleres para los pibes; no cerrarlo y hacerlo una especie de santuario porque eso genera mayor tristeza, estaría bueno que se aproveche como espacio cultural, algo que genere cosas que le de herramientas a alguien. No cerrar el lugar, no cerrar la calle. Y respeto mucho lo que están haciendo las madres y los padres de los sobrevivientes, que lo quieren cerrar y hacer un santuario.”
En cuanto a Cromañón, Callejeros y las bengalas perdidas, considera: “Yo iba a ver bandas que me gustaban y nunca había tanta parafernalia con las bengalas como con Callejeros. Era una generación que quería hacer eso para demostrar algo que no sé para qué. La bisagra fue cuando el rock se hizo fútbol. Había uno que estaba con la remera de Platense y otro con la de Argentinos. Pará, si acá venimos a ver rocanrol. No íbamos a buscar ahogarnos y menos morirnos. Pero nos llevaron a eso. Nos arruinaron la vida para siempre.” ¿La tan trillada culpa del sobreviviente? “¿Por qué sobreviví yo y no sobrevivieron los pibes, esas pibas hermosas, esos pibes hermosos? Y entiendo por ejemplo cuando comparan con Malvinas, pero Cromañón está bastardeado, como que sos un drogadicto que fuiste a ver un recital, a fumar, a picarte marihuana. ¿Por qué estoy vivo? Porque Dios quiso que esté vivo. Si no, no se entiende. Lo bueno de esa noche es que no pude escabiar, porque no se podía llegar a la barra y entonces estaba hiperlúcido. En un momento me di cuenta de que iba a pasar algo feo. La muerte me estaba acariciando la oreja y me estaba dando un beso en el cuello. Y después ese fuego y decir: me muero, no puedo ir a ver a mi vieja. Llegué a mi casa y estaba mi vieja. No me voy a olvidar jamás la mirada de mi vieja. La miré con cara de: mamá, estoy vivo, me vas a tener que aguantar unos años más. Y mi vieja, Sofía, llorando, me abrazó.”