Toda esta sangre en el monte, una película de Martín Céspedes

Por Mariel Martínez 

Mariel Martínez fue a ver el documental de Martín Céspedes que reflexiona sobre el monte santiagueño como un campo de batalla en disputa entre el agronegocio y las organizaciones sociales. Lucha que asumen las familias campesinas desplazadas que reclaman por sus tierras. Violencia que asumen los empresarios y sus ejércitos privados capaces de asesinar a un joven de 23 años, Cristian Ferreyra, militante del Movimiento Campesino de Santiago del Estero.

Llegamos con la película empezada, unos minutos, porque hace frío y todo cuesta. Andrés es amigo del director. Después, en la pizza del después, me va a contar: Martín se quedó un mes registrando allá en Santiago del Estero. El proyecto original era un corto. Pero no fue corta ni su estadía ni su registro. Tenía filmadas más de 50 horas, me dice Andrés. Después armó el proyecto, consiguió subsidios (siempre pocos, siempre escasos), y horas y horas de amigos. El Tucu, por ejemplo, armó el sonido. Yo al Tucu lo conozco de algún que otro mate, de algún que otro cumpleaños. Y lo reconocí ahí: en el retumbe hueco del metal talando un poste, en el crepitar saturado del fuego, en el chasquido que hacen unos pies descalzos al pisar un charco de agua y barro. Hay una escena que volvería a ver -paradoja del deseo- con los ojos cerrados: el ruido de un machete rompiendo un árbol hasta llegar a una pila de panales, el zumbido feroz de las abejas que atacan a un hombre, su voz gruesa que dice no pican, muerden, defienden su territorio, la saliva suavecita con la que se chupa los dedos mientras dice a mí me gusta así, me gusta comerla directo del árbol. Un genio el Tucu, pienso. Se lo extraña. El Tucu, que es un genio, que de cine sabe un montón, se fue a trabajar al campo. Ya no lo vemos. Se fue a trabajar al campo porque acá laburo no hay. Tendría que haber estado hoy, me dice Andrés en la pizza del después. Andrés y el Tucu trabajaban en un proyecto de cine para los pibes. Iban a los barrios, a las escuelas, les daban cámaras, los escuchaban, alentaban sus ideas, y después salían historias maravillosas. Yo algunas las vi. El proyecto está desfinanciado. Andrés y el Tucu y el piberío están desfinanciados.

Un poco tenía miedo de que no podamos ver la película. Hacía unos días un amigo me había avisado que el Gaumont había cerrado sus puertas por un rato: no había podido pagar la luz. El templo del cine nacional no había podido pagar la luz. El único cine al que podemos acceder más o menos seguido les laburantes, cerrado, sin luz. No seguí el conflicto, y no me alcanza la excusa de que sigo otros mil conflictos más para que no me de culpa la tranquilidad de llegar y ver que estaba abierto, pero lo cierto es que la normalidad de la llegada a un Gaumont iluminado me dio regocijo. Estaba con mis amigos, íbamos a ver una peli, estábamos bien. Y decir que estábamos bien en un día como el 1° de agosto era mucho decir. En el senado la discusión por la legalización del aborto no había podido lograr un dictamen. En Plaza de Mayo, en el encuentro de compañeros y compañeras que se juntaban a pedir justicia por la muerte de Santiago Maldonado, cerraba con una represión al paso y al menos 7 detenidos. El ejército empezaba a cumplir tareas “de seguridad interna”. Pero nosotros ahí, un ratito de abstracción, a punto de entrar al cine.

La primera imagen era fuerte. En medio del monte santiagueño un campesino le clava un cuchillo a una cabra en la yugular. La cabra se desangra, tiembla un poco. En la mesa una mujer se ocupa de unos utensilios. Al costado de la cabra, una niña descalza, en cuclillas, mira el procedimiento con curiosidad pero sin asombro. Es lenta la imagen. El hombre se va, balanceando la cabra muerta que sostiene de las patas. Y unos perros, luego, lambetean el charco de sangre. Romi, la compañera de Andrés, me mira. Sabe que la sangre me da impresión. Qué fuerte, me dice. Y yo mientras asiento me acuerdo de mi abuela. De su habilidad para quebrar el cuello de las gallinas en unos segundos, sólo asida de sus propias manos. A veces, para que los chiquitos nos divirtiéramos, le cortaba el cuello de un hachazo y la dejaba inmediatamente en el piso. La gallina todavía nerviosa caminaba unos segundos antes de caerse y nosotros aplaudíamos rabiosas. Me acordé mucho de mi abuela en el después, porque es agosto y yo no tengo quién me dé caña con ruda para ahuyentar la peste y la tristeza. Y pucha que se necesita.

Mi abuela era tucumana, de los valles calchaquíes. Había trabajado en la zafra. Una vez, cuando ya éramos grandes y ella ya había muerto, fuimos a uno de los ingenios donde trabajó. Santa Ana. El pueblo estaba dividido en parcelas, ahí vivían los obreros y las obreras. El pueblo era triste, frío, ensombrecido. Mi abuela era cálida y luminosa. Por eso, pienso, se habrá ido de ahí. A los patrones no les importa que los obreros tengan sol, tierra, comida. Es así en la ciudad y es así en el campo. Me acuerdo de mi abuela y tengo de eco a la película. El MOCASE es para esos campesinos la posibilidad de tierra y sol, de no tener que irse, como se fue mi abuela, a un suburbio urbano a laburar de lo que venga; la posibilidad de amar y habitar su tierra que quiere decir también sembrar y matar. Cuándo me olvidé de eso, pienso, mientras escucho reírse a dos campesines jóvenes que bromean sobre los universitarios que van a hacer pasantías al movimiento y se vuelven vegetarianos. Cuándo me olvidé del coraje que hay que tener para amar la tierra así. Cuando me olvidé de pensar en mi abuela campesina, en su machete, en sus semillas, en su belleza sin pulir.

***

Empecé a escribir este texto la noche en que vi la película, y lo retomo ahora, dos días después. Igual que al principio: hace frío y el mundo está difícil. En el medio pasaron muchas cosas. La que más me conmueve: murieron dos compañeres trabajadores de la educación en Moreno, haciéndole la leche a les pibes, por un escape de gas. La que me subleva: el presidente anunció créditos para la tercera edad diciendo que podrían usarse, por ejemplo, para arreglar un escape de gas. A esta altura de los hechos -si me viera mi abuelo anarquista- yo también quiero destruir el Estado.

El otro hilo narrativo de la película es el juicio por el asesinato de Cristian Ferreyra, un compañero del MOCASE de 23 años. A Cristian lo asesinó de un disparo Javier Juárez, un matón del empresario Jorge Ciccioli, el 16 de diciembre del 2011. Este empresario, y otro empresario y otros más de los que quizás no conozcamos ni los nombres, se compran y se venden las tierras y si hay gente dentro, aunque sean les dueñes legítimes desde tiempos pretéritos, llaman a sus patotas parapoliciales que vienen y matan. Matan justo al revés que el campesino: no por amor a la tierra, no para cuidar el equilibrio reproductivo de los animales, no para comer. Matan porque son unos tremendos hijos de yuta. Enajenados de toda humanidad. Matan porque son asesinos. Los fragmentos del juicio que narra la película son lacerantes: el llanto de la compañera de Cristian, el reclamo de la madre de Cristian (“me hagan justicia”), la fuerza de las varias mujeres que toman el micrófono y alientan, que gritan, que cuidan. El campamento de un mes a la espera del fallo, bajo un tinglado. El fallo de mierda que da unos pocos años al autor material y absuelve al resto. La desesperación, el dolor, el odio. A esta altura de los hechos, abuelo, yo también pienso que hay que destruir este Estado.

Es un tema a veces cómo contar estas cosas, porque una no quiere desanimar pero tampoco se puede disfrazar mucho la verdad. A mí me pasa cuando escribo. Le debe haber pasado al director cuando eligió qué imágenes mostrar y cómo. La realidad es dura y su resolución, desoladora. Con qué herramientas ganarle al desánimo sin mentirnos. Cómo decir hay crimen, criminales e injusticia, y así vienen siendo los finales, pero no se vayan, quédense acá que hay mucha pelea.

Yo no sé cómo se hace. No sé si Martín Céspedes lo sabe, pero en esta peli le salió. La voz de una mujer guerrera le pone a la película un epílogo provisorio. Grita y es como decir: acá estamos. Grita y es como sentir que una también quiere estar allá, de campamento con el MOCASE o en el monte buscando miel. Grita, y es como pensar: cuánta sangre. Cuánta sangre lleva esta mujer en las venas, cómo no se le rebalsan. Cuánta sangre cotidiana hace a nuestra subsistencia y cómo en las ciudades la olvidamos. Cuánta sangre campesina pide me hagan justicia. Tanta sangre que subleva. Tanta sangre que se sale con unas ganas furiosas, desesperadas. Tanta sangre. Tanta sangre en ese monte.