Bertolt Brecht: Una aclaración necesaria para la lucha contra la barbarie
Tras la proliferación de ataques contra la cultura y el arte en la Italia de Musolini y en la Alemania de Hitler -tales como despido de docentes de las universidades, quema de libros, ataques a los periodistas críticos, etc- un grupo de intelectuales convocó a un Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que finalmente tuvo lugar en el Palais de la Mutualité de París, del 21 al 25 de junio de 1935, y contó con 230 delegados de 38 países. Estuvieron representados escritores de las diversas tendencias políticas opositoras al fascismo y los debates fueron encendidos. Una de las intervenciones más recordadas del encuentro fue la del dramaturgo y crítico alemán Bertolt Brecht, que a continuación reproducimos en forma completa.
Discurso pronunciado en el I Congreso Internacional de Escritores para la defensa de la cultura
Camaradas: Sin pretender decir nada nuevo en especial, quisiera decir algo acerca de la lucha contra aquellas fuerzas que actualmente se disponen a ahogar en sangre y lodo la cultura occidental, o lo que resta de ella tras un siglo de explotación. Quisiera tan sólo llamar su atención sobre un punto que, en mi opinión, hay que poner en claro, si quiere combatir estas fuerzas con eficacia y, sobre todo, hasta su exterminio.
Los escritores que sufren en carne propia o ajena el horror del fascismo y son presa del pánico, no están en condiciones, sin más que está experiencia y este pánico, de combatir esta abominación. Tal vez muchos crean que basta con describirla, sobre todo si un gran talento literario y una cólera auténtica hacen el relato penetrante. En realidad, este tipo de relatos son importantes. Aquí ocurren atrocidades. Esto no puede ser. Se golpea a las personas. Esto no ha de ocurrir. ¿Para qué largas discusiones? Saltaremos y atajaremos de un golpe a los perseguidores. Camaradas, hacen falta las discusiones.
Tal vez habrá quien pegue un salto, esto no es tan grave. Pero luego viene aquello de atajar-de-un-golpe y esto ya es más grave. Ha estallado la cólera, el adversario está señalado, pero ¿cómo derribarlo? El escritor puede decir: Mi cometido es denunciar la injusticia, y puede dejar a cargo del lector el cuidado de acabar con ella. Pero luego el escritor hará una experiencia singular. Se dará cuenta de que la cólera, como la compasión, es algo masivo, algo que existe en cantidad y puede agotarse. Y lo peor del caso: se agota en la medida en que se hace más necesaria. Algunos camaradas me han dicho: cuando referimos por primera vez que nuestros amigos eran sacrificados, hubo un clamor de horror y se ofrecieron muchas ayudas. Entonces hubieron cien muertos. Pero cuando fueron mil y la carnicería no tenía fin, cundió el silencio y cada vez hubo menos ayuda. Así son las cosas: “Cuando los crímenes proliferan, se hacen invisibles. Cuando las penas se vuelven insoportables, ya no se oyen clamores. Un hombre es golpeado y el espectador de la escena se desmaya. Claro que es natural. Cuando llega el crimen, como la lluvia que cae, ya nadie grita entonces ‘alto ‘”.
Pues bien, así son las cosas. ¿Cómo remediarlo? ¿No existe el medio de impedir al hombre que vuelva la cara ante la abominación? ¿Por qué vuelve la cara? Vuelve la cara porque no ve ninguna posibilidad de intervenir. El hombre no se detiene en el dolor del otro sino puede ayudarle. Uno puede detener el golpe si sabe cuándo cae y hacia dónde y porqué y para qué cae. Y si uno puede detener el golpe, si existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de detenerlo, entonces puede sentir compasión de la víctima. De no ser así, también se puede sentir compasión, pero no por mucho tiempo, en todo caso no durante todo el tiempo que silben los golpes sobre la víctima. Por tanto: ¿Por qué cae el golpe? ¿Por qué se arroja la cultura por la borda como un lastre, aquellos restos de cultura que nos quedan? ¿Por qué la vida de millones de seres, de la mayoría de los seres, es tan depauperada, semi o totalmente destruida?
Algunos de entre nosotros responden a esta pregunta diciendo: por salvajismo. Creen estar viviendo una terrible erupción en una gran parte de la humanidad cada vez mayor, un fenómeno horripilante sin causas aparentes, que aparece de repente y tal vez, es de esperar, desaparezca también de repente, el desbordamiento impetuoso de una barbarie largo tiempo sofocada o adormecida, de naturaleza instintiva.
Los que responden así se dan cuenta, naturalmente, ellos mismos, de que tal respuesta no alcanza lo suficiente. Y también se dan cuenta de que no se puede dar al salvajismo visos de fuerza natural, de potencia invencible de los infiernos.
Hablan también de negligencia en la educación del género humano. Algo se desatendió en este sentido o no pudo hacerse con las prisas. Ahora hay que recuperar lo perdido. Contra el estado salvaje hay que implantar la bondad. Hay que evocar las grandes palabras, los conjuros que ya en una ocasión prestaron ayuda, los conceptos imperecederos: amor a la libertad, dignidad, justicia, cuya eficacia está históricamente garantizada. Y emplean los grandes conjuros. ¿Qué sucede? A la alusión de que el fascismo es salvaje responde éste con el elogio fanático del salvajismo. Acusado de fanático, responde con el elogio del fanatismo. A la imputación de que conculca la razón, condena alegremente la razón.
También el fascismo encuentra la educación descuidada. Espera mucho de una influencia sobre los cerebros y un fortalecimiento de los corazones. A las brutalidades de sus sótanos de tortura añade las de sus escuelas, periódicos, teatros. Educa a la nación entera y lo hace durante todo el día. No dispone de demasiadas cosas que ofrecer a la gran mayoría, y eso significa tener que educar mucho. Como no proporciona comida, debe educar para la autodisciplina. Como es incapaz de poner orden en su producción y necesita guerras, debe educar para el valor físico. Necesita víctimas, y entonces tiene que inculcar en la gente el espíritu de sacrificio. También ideales, postulados formulados a los hombres, algunos son incluso grandes ideales, grandes postulados.
Bien, sabemos para qué sirven estos ideales, quién educa y a quién será útil esta educación -no a los educados. ¿Qué ocurre con nuestros ideales? También aquellos de nosotros que ven el origen de todos los males en el salvajismo, la barbarie, sólo hablan, como hemos podido comprobar, de educación, de intervenir en los espíritus -de ningún otro tipo de intervención, sin embargo. Hablan de educar a la gente para la bondad. Pero la bondad no saldrá a fuerza de exigir la bondad, exigirla bajo todas las condiciones, incluso las peores, así como la brutalidad no puede salir de la brutalidad.
Yo, por mi parte, no creo en la brutalidad por amor a la brutalidad. Hay que defender a la humanidad contra la acusación de que sería también brutal, si esto no fuera tan buen negocio; es una tergiversación ingeniosa de mi amigo Feuchtwanger cuando dice: la villanía precede al egoísmo; pero no tiene razón. El salvajismo no viene del salvajismo sino de los negocios, que sin él no podrían seguir haciéndose.
En el pequeño país del cual procedo, reinan condiciones menos alarmantes que en muchos otros países; pero semana son destruidas 5.000 reses de matanza. Es una cosa grave, pero no es una explosión repentina de sed de sangre. Si lo fuera, la cosa sería menos grave. La destrucción de cabezas de ganado y la destrucción de la cultura no tienen sus causas en instintos bárbaros. En ambos casos se destruye una parte de bienes producidos no sin esfuerzo, porque se han convertido en una carga. En vista del hambre que impera en los cinco continentes, tales medidas son sin duda alguna un crimen, pero no tienen nada que ver con una intención premeditada, en absoluto. En la mayoría de países de la tierra tenemos hoy en las que los crímenes de toda clase son altamente premiados y las virtudes cuestan mucho: “La buena persona está indefensa y el indefenso es apaleado, pero con la brutalidad uno puede tenerlo todo. La villanía toma sus medidas para 10.000 años. La bondad, por el contrario, necesita una guardia de corps: pero no la encuentra”.
¡Guardémonos buenamente de pretenderla de los hombres! ¡Y ojalá no pretendiéramos nada imposible! ¡No nos expongamos al reproche de que también nosotros hacemos llamamientos a los hombres para cosas sobrehumanas, esto es que, a base de practicar virtudes sublimes, sobrelleven condiciones de vida horribles que, desde luego, es posible cambiar, pero que no van a cambiar! ¡No hablemos solamente en pro de la cultura!
Compadezcámonos de la cultura, ¡pero compadezcámonos primero de los hombres! La cultura estará salvada si los hombres están salvados. No nos dejemos arrastrar hasta el punto de afirmar que los hombres existen para la cultura y ¡no la cultura para los hombres!
¡Camaradas, reflexionemos sobre las raíces del mal!
Muchos de nosotros, escritores, que viven el horror del fascismo y se horrorizan de él, no han comprendido todavía esta doctrina, no han descubierto aún las raíces del salvajismo que les aterra. Siempre existe en ellos el peligro de considerar las atrocidades del fascismo como atrocidades inútiles. Siguen aferrados a las condiciones de propiedad imperantes, porque creen que, para su defensa, no son necesarias las atrocidades del fascismo. Sin embargo, para el mantenimiento de esta situación son necesarias las atrocidades del fascismo. En esto no mienten los fascistas, dicen la verdad. Aquellos de nuestros amigos que están tan horrorizados como nosotros de las atrocidades fascistas, pero quieren mantener las actuales condiciones de propiedad o se muestran indiferentes ante su mantenimiento no pueden hacer una guerra lo bastante vigorosa y duradera contra la barbarie predominante, porque no son capaces de ayudar a sugerir y crear unas condiciones sociales en las cuales la barbarie fuera superflua. Pero aquellos que, en la búsqueda de las raíces del mal, han dado con las condiciones de propiedad, han ido profundizando más y más, a través de un infierno de atrocidades cada vez más bajas, hasta llegar al lugar donde una pequeña parte de la humanidad ha anclado y establecido su dominio despiadado. Ha echado el ancla en aquella propiedad del individuo que sirve a la explotación del próximo y es defendida a ultranza con uñas y dientes, abandonando una cultura que no se presta ya a defenderse o ya no es capaz de hacerlo, abandonando, en fin, todas las leyes de la convivencia humana, por las cuales la humanidad ha luchado desesperadamente tanto tiempo y con tanto denuedo.
¡Camaradas, hablemos de las condiciones de propiedad!
Esto es cuanto quería decir en contribución a la lucha contra la barbarie predominante, a fin e que también aquí sea dicho o a fin de que también yo lo haya dicho.
El texto fue publicado en Bertolt Brecht. El compromiso en la literatura y el arte, Ediciones Península, Barcelona, 1973.