Jameson y la persistencia del marxismo
Por Nicolás Alabarces
Nicolás Alabarces comparte con Sonámbula una «necroteórica» del gran Frederic Jameson, el teórico marxista más importante de los Estados Unidos, fallecido hace algunos días, quien postuló la necesidad de recuperar el horizonte utópico «con una esperanza ciertamente revitalizante ante las ansiedades y las angustia del capitalismo 4.0, aun contra todo pronóstico desalentador».
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“El marxismo es el horizonte insuperable de nuestro tiempo” (Terry Eagleton)
El pasado 22 de septiembre falleció Fredric Jameson a sus 90 años. Además de ser un reconocido profesor de Literatura en la Universidad de Duke (y, anteriormente, de Harvard), fue el referente teórico marxista más importante de los Estados Unidos. A modo de necrológica, rescatamos sus aportes más importantes.
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Obituario de un pensamiento actual
“No perdamos nada de nuestro tiempo; quizá los hubo más bellos, pero este es el nuestro”
(Jean-Paul Sartre, citado en Jameson, 2020).
Jameson es, me atrevo a decir, junto con Mark Fisher, el intelectual marxista más importante de los Estados Unidos por varias razones que, si podemos, trataremos de resumir sucintamente. Una necrológica tal vez, debiéramos decir, eminentemente teórica (si se nos permite el neologismo, una necroteórica), por cuanto recuperaremos aquel legado que dejó como fuente de saber (por demás, ciertamente prolífico, disciplinariamente múltiple y singularmente atinado y actual), pero, sobre todo, un gesto de persistencia y convencimiento que sorteó todas las capturas y los think tanks que el capital desplegó para torsionar y neutralizar la perspectiva materialista y marxista de la historia: desde la emergencia del neoliberalismo en los 70-80, la infame caída del Muro de Berlín con la emoción pletórica de los bloques capitalistas y los decretos tanáticos permanentes desde los frentes teóricos: la muerte del marxismo, la muerte de la historia, la muerte de las clases sociales, la muerte de la ideología, etcétera.
Ese fue el pulso de la época desde los 90 hasta, por lo menos, la crisis de 2008: no hay más que entregarse al curso fortuito del devenir mercadocrático y el diktat del capital, para los cuales la organización, la resistencia, la lucha, la solidaridad y la perspectiva de alternativa a un mundo por fuera la lógica de la valorización financiera parecían ser nostálgicas y vetustas categorías de un romanticismo decimonónico.
Dado este escenario, los años subsiguientes constituyeron las condiciones objetivas excepcionales para impugnar cualquier variante que se asociara a la teoría marxista. La teórica canadiense Ellen Meiksins Wood (2013) refiere a este período y advierte cómo el marxismo entonces acabó siendo una anti-buzzword en casi todas las esferas de producción de conocimiento académico[1]. Así, la hegemonía del capital buscó también totalizar y reterritorializar todos los campos de disputa, incluidos los del saber. Se trataba, finalmente, del triunfo definitivo del capitalismo no sólo como modo de producción, sino como esquema de organización de las sociedades y de las experiencias vitales. El neoliberalismo, por tanto, era preconizado globalmente como una racionalidad, esto es, como un esquema de percepción y experimentación vital inconmovible y, por tanto, como principio fijo de visión y división del mundo social.
En ese marco, comienzan a emerger otras variantes sobre la base de lo que hoy conocemos como posmarxismo, cuyas propuestas, muchas veces, terminaron reformulando categorías clave de la teoría marxista y, en algunos casos, incluso despojándose completamente de ellas (clase social, ideología, totalidad, hegemonía o el concepto mismo de imperialismo). Sin embargo, al momento, prevalecieron lecturas que, en este escenario, procuraron sostener, o insistir, en una reinterpretación de la teoría marxista para pensar la cultura y los artefactos estéticos, sin abdicar necesariamente de aquellas categorías que resultaban axiales para pensar lo social y lo político. Uno de estos casos es, sin duda, el de Fredric Jameson. Sus contribuciones han sabido sortear un escollo que conduce necesariamente a un termómetro de marxismo —en criollo, a ver quién es más marxista, debiéramos decir una disputa por demás bizantina, pero a menudo bastante presente al interior de las filas del materialismo—, o bien a una impugnación de tipo moral, en el peor de los casos.
Pese a todas estas vicisitudes, Jameson siempre mantuvo su insistencia en aguzar, actualizar y afinar, acorde con las novedades de su tiempo, la visión de una teoría crítica fundamentalmente materialista (porque las hubo y la hay, idealistas y esencialistas, aunque resulte un contrasentido).
Insistimos en que no puede ser una necrológica tradicional, porque Jameson, ante todo, era un teórico especialmente astuto, con una claridad prístina sobre nuestro tiempo, con una esperanza ciertamente revitalizante ante las ansiedades y las angustia del capitalismo 4.0, aun contra todo pronóstico desalentador. Porque creemos que, en definitiva, pese al carácter eminentemente negativo y necesario de la teoría crítica, el marxismo siempre fue la forma teórica, militante y esperanzadora de un lugar de vitalidad más amable para los menesterosos del mundo (que, básicamente, somos la mayoría, porque la riqueza del 1 % es objetivamente por desposesión); en suma, como cita Jameson en su gran trabajo Documentos de cultura, documentos de barbarie (Visor, 1989) del celebérrimo tercer tomo de El Capital: “Arrancar al mundo de la necesidad un mundo de libertad”.
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El pulso utópico. La lucha de clases como inconsciente de la Historia
“Lo fundamental del marxismo es el método”
(Gyorgy Lukács, citado en Jameson, 2010)
Una de sus obras más importantes es, sin duda, The political unconscious (1989), que fuera traducido al español por la editorial madrileña Visor como Documentos de cultura, documentos de barbarie, en referencia a la celebérrima tesis-fuerza de Walter Benjamin: “No hay un documento de cultura que no sea, a la vez, un documento de barbarie”.
Jameson se propone concretamente aquí fundamentar un método de análisis de los textos culturales en donde, si bien alega no tener ningún cuidado por “la mejor adecuación o validez que se reclama desde la neurosis estructuralista” (1989: 61), busca no replicar la causalidad expresiva althusseriana ni incurrir en el vicio de la ecuación mecánica del marxismo crematístico. Por lo mismo, toma como punto de partida una afirmación y una defensa de la interpretación de los textos como una actividad necesaria en la relación que establecemos con ellos, pero lo crucial es que insistirá en la interpretación política como horizonte absoluto de todo despliegue exegético.
La interpretación política no se presenta como un tipo más de interpretación susceptible de ser adoptada a la hora de la lectura de un artefacto cultural. La interpretación política es necesariamente el horizonte de posibilidad de cualquier otro tipo de interpretación; en otras palabras, esta otra interpretación (biográfica, religiosa, bélica, culinaria, literaria, etc.) es válida sólo en la medida en que, en última instancia, sea ulteriormente subsumida por una interpretación política. Y, en ese sentido, Jameson (1989) es enfático: “Sostendremos aquí la interpretación política de los textos literarios. Concebiremos la perspectiva política no como un método suplementario, no como un auxiliar optativo de otros métodos interpretativos corrientes hoy, sino como como el horizonte absoluto de toda lectura y toda interpretación” (1989).
Presentar este presupuesto procurando usar las herramientas del (pos)estructuralismo —cuya máxima analítica era despejar cualquier sesgo de interpretación que instalara nuevamente el fantasma del sujeto para describir y relevar no ya qué significan, sino cómo funcionan[2] esos artefactos— supone cuanto menos una empresa contradictoria. Sin embargo, este constreñimiento contra la interpretación que se resiste a toda lectura impulsada desde un código maestro (bajo cualquiera de las formas que este pueda adoptar, a saber, la ideología, la clase social, el inconsciente, el complejo de Edipo, etc.) es, para Jameson, un síntoma de la fragmentación generalizada, que es la característica principal del capitalismo tardío o de consumo.
Ahora bien, la única manera de sostenerla idea de una interpretación política, dirá Jameson (1989), es reinstalando como basamento una filosofía de la historia, aun contra el riesgo del fantasma totalitario, id est, contra el temor de la impugnación que ve en un análisis con pretensión totalizante una pulsión totalitaria. En Marxismo tardío… (2010), un ensayo sobre la obra de Adorno, retomará este inconveniente:
Se sugiere que puede haber algo ilícito en la tendencia hacia la totalidad, que expresa el idealismo y el imperialismo del concepto, que busca con voracidad llevar todo a su propio terreno de dominio y seguridad. Por cierto, encontramos algo de esto en Adorno, algo que tampoco es extraño a otros pensadores que han sido estigmatizados como totalitarios por su insistencia en la importancia y la centralidad de la noción de totalidad. (Jameson, 2010).
De modo que, si seguimos el recorrido que nos propone Jameson, sólo podemos entender que estos artefactos nos dicen algo si recuperamos una filosofía de la historia que entiende a la historia como a una sola y la misma, a saber, un tema fundamental, una única gran historia colectiva que no es sino la historia de la lucha de clases.
Se trata de una propuesta que Jameson sostuvo y afinó durante varios años como una de las consignas más potentes de su teoría. En 2020 decía lo siguiente:
El método dialéctico que he respaldado y promovido es una crítica tanto política como formalista: se basa en un marxismo que encuentra recursos significantes en la filosofía hegeliana, como también en la convicción de que la historia está impulsada por el conflicto de clases y de que, incluso, la más formal de las lecturas de los textos literarios debe reconocer sus orígenes profundos en su modo de producción, el cual es, aún hoy, el capitalismo. Como el capitalismo es, sin embargo, un sistema contradictorio y profundamente histórico, hoy tiene una dinámica y una estructura muy diferente de sus etapas anteriores en los siglos XX y XIX: de ahí su designación como capitalismo tardío o posmodernidad, como también globalización. (Jameson, 2020).
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Jameson hoy, en la época del tecnoceno
“Narrar implica hallar una expresión siempre histórica, que pone en crisis la relación entre lo que somos como individuos (ese yo intrascendente) y lo social, ya que vivimos en comunidades, cuyas fronteras se marcan en los lugares históricos que ocupamos para imaginarnos. Históricos porque nos debemos al tiempo que nos toca, e historiados porque nos enseñan a aceptar los grandes relatos legitimados para aceptar la colectividad y formar parte de ella”
(Jameson, 2020)
Me atrevo a decir que sólo (y únicamente) mediante el marxismo podemos entender las vicisitudes de nuestro presente en la época del capitalismo y el tecnoceno, sin incurrir en una visión nihilista y apocalíptica, ni (mucho menos) en un integracionismo filotecnológico que sólo ve bondades y beneficios. La revolución tecnológica está acelerando nuestro ciclo de vida a una velocidad ciertamente vertiginosa hace tiempo y, a la vez, está arrojando ansiedades que, si no son al menos taquigrafiadas teóricamente, nos pueden conducir a una abulia sin retorno.
Si algo se advierte en este tiempo donde se habla de un revival ludita por el reemplazo de la máquina por fuerza de trabajo humano (algo a lo que ciertamente estamos asistiendo), es una catalización sin precedentes de las narrativas del yo, del cuidado de sí-mismo (a la vieja usanza foucaultiana) y de la entronización del (tecno)cuerpo individual en detrimento de cualquier atisbo colectivo o comunitario, en todos las esferas de lo social. Esta entronización del yo —lo que el teórico marxista español Juan Carlos Rodríguez Gómez (2013) muy atinadamente denominó yo-soy-histórico—, trae aparejada una caterva de ofertas digitales que no son sino viejas promesas del emprendedurismo del primer neoliberalismo de la valorización financiera, sólo que esta vez actualizadas y revestidas con los pormenores de la farsa que se repite; en definitiva, venderse a sí mismo en un gesto de autofetichización absoluto para ser “exitoso”, para ganar dinero, followers, likes y una visibilidad fantasmática, pero lo suficientemente potente como para generar regalías. Junto con ellas, también aparecen sus formas decadentes y tardías de generar ingresos y trabajo, una suerte de tecnolumpenproletarización, cuyos destinatarios están dispuestos a hacer cualquier cosa para sortear los escollos y los desafíos de esta nueva etapa del capital: desde vivir de influencer hasta la venta de contenido erótico y sexual en sus aristas más absurdas, como si en los tiempos de la tecnoabulia sólo nos quedara contentarnos con el goce y el onanismo. El ejército industrial de reserva esta vez se abarrota en los tráficos de las app buscando formas de salvarse a sí misma.
Antes de que se lo impugne de arrebato moral, esto apenas resulta de la observación general de la realidad y de la opacidad fragmentada del capital que actualiza sus viejas miserias, muchas veces revestida de variantes de resistencia, singularidades de la experiencia y otras tantas categorías ciertamente inermes para entender la deriva del capital en este período del tecnoceno.
En estos tiempos donde las tecnologías dirigen los modos de habitar un espacio homogéneo bajo el revestimiento de la singularidad y la originalidad fenomenológicas, donde la diferencia que encarnan comunidades y subjetividades, señaladas por el capital en tanto nichos extractivos de producción son arrojadas al rincón a-significante del despojo y la destrucción, el esfuerzo jamesoniano de leer la totalidad de nuestro presente con sus estructuras de sentimiento fragmentadas, esquizoides y la mengua de los afectos encuentra entradas/claves/conceptos y un campo de batalla para subsistir y hallar indicios para una débil pero necesaria Utopía; vale decir, relatar lo Real de la posmodernidad para imaginar otros mundos, para construir y urdir imaginarios que salten por encima del realismo capitalista diagnosticado por su par Mark Fisher.
Ya en su trabajo Arqueologías del futuro (2009), retomando el debate iniciado por Lukács en Historia y conciencia de clase (1923), se enfatiza la necesidad de crear mapas cognitivos que ayuden a reconstruir una visión global de la realidad, permitiendo comprender un mundo cada vez más complejo y en crisis. El concepto de mapeo cognitivo, acuñado por Kevin Lynch, sugiere que es crucial cerrar la brecha entre nuestra experiencia personal de la realidad y la totalidad [totalitätsintetion] del modo de producción capitalista, que a menudo resulta incomprensible La cosificación característica del capitalismo transforma las relaciones humanas en meras interacciones objetuales, hoy vehiculizadas y codificadas a través de soportes digitales e interfaces de aplicaciones como Tik Tok, Instagram, X, Only Fans, etcétera, lo que hace que la sociedad se vuelva opaca, iterativa y, como corolario —en su apariencia—, ahistórica. Como herramienta, el concepto de mapeo cognitivo se esfuerza por “dotar al sujeto individual con un nuevo sentido intensificado de su lugar en el sistema global… e inventar formas radicalmente nuevas con el objeto de hacerle justicia” (Jameson, 1991).
En este sentido, uno de los diagnósticos de alerta que plantea Jameson es el de “nuestra pérdida de historicidad, nuestra incapacidad de imaginar futuro” (2020: 14). Esto, desde luego, no hace sino retomar el ya famoso enunciado erróneamente atribuido a Zizek, pero que, en realidad, le pertenece a Jameson, concretamente en La semilla del tiempo (1996), donde sostiene que es mucho más factible imaginar el fin del mundo que la posibilidad de pensar en un horizonte de comunidad que torsione los propios límites del sistema-mundo capitalista[3].
Nos atrevemos a pensar que, más allá de las múltiples valencias que habilitan sus trabajos, una de ellas —y, debiéramos decir tal vez, la más importante—es la de constituir un arma eficaz de torsión contra los think tanks y los dispositivos de captura que despliega el capital en nuestro presente. Es de este modo, creemos, que es posible asir y comprender las estructuras sintomales del tiempo para rehabilitar una disputa por el futuro, cuyo litigio no abdique el pasado a una suerte de depósito, del almacén disponible de motivos e imágenes para fabricar productos destinados a ser consumidos en el presente , ni, por lo mismo, el futuro a una economía política de la nostalgia.
Si, como dijera entonces Terry Eagleton, el marxismo sigue siendo el horizonte insuperable de nuestro tiempo —máxima-fuerza que Jameson desglosó y aguzó a lo largo de 50 años de un persistente y sofisticado trabajo ensayístico—, con la teoría jamesoniana este encuentra la posibilidad de un subterfugio que lo arrebate de su amor fati a menudo mecánicamente economicista, para hacerle lugar a proyecciones que estén cargadas, teórica, programática y estéticamente de nuevas alucinaciones de comunidades vitales; en suma, postular un centro de sentido y una posibilidad de transformación y cambio social en la esfera de las relaciones humanas, que hoy, como nunca antes en su historia, se muestran despiadadamente desiguales, injustas y destructoras de su entorno.
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Deleuze, G. (2005). Derrames. Entre el capitalismo y la esquizofrenia. Buenos Aires, AR: Cactus.
Jameson, F. (1989). Documentos de cultura, documentos de barbarie (Trad. Tomás Segovia). Madrid, ES: Visor.
Jameson, F. (2009). Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción. Madrid: Akal.
Jameson, F. (2010). Marxismo tardío. Adorno y la persistencia de la dialéctica. Distrito Federal, MX: Fondo de Cultura Económica.
Jameson, F. (2020). Prefacio. Hacia una crítica dialéctica. En A. Gómez Ponce y P. Arán (Eds.), Fredric Jameson. Una poética de las formas sociales. Claves conceptuales (pp.13-17). Córdoba: Centro de Estudios Avanzados.
Meiksins Wood, E. (2013). ¿Una política sin clases? El posmarxismo y su legado (Trad. Julieta Letto). Buenos Aires, AR: Ediciones ryr.
Rodríguez Gómez, J. C. (2013). De qué hablamos cuando hablamos de marxismo. Barcelona, ES: Akal.
[1] “Resultaban inevitables para ese entonces los resquemores por ciertas formulaciones o determinadas opiniones relacionadas con la teoría [marxista], tanto dentro como fuera de la academia, la militancia y los ámbitos públicos de discusión… Así las cosas, sería un error poner la mirada sólo sobre los cambios sufridos por la configuración intelectual y política de la izquierda posmarxista tras la caída del Muro, cuyo efecto sin duda fue implacable. Pero hay una continuidad que perdura entre los comienzos del posmarxismo y el posmodernismo actual, la cual se manifiesta, entre otras cosas, en el énfasis puesto en el discurso y la diferencia, o en la naturaleza fragmentaria de la realidad” (Meksins Wood, 2013).
[2] Podemos tomar como ejemplo acabado cualquier exposición de los referentes del estructuralismo (desde Saussure y Lévi-Strauss hasta Greimas o el joven Barthes), pero preferimos exponer una de Deleuze para tratar de demostrar cómo alcanzó también a lecturas que incluso excedieron al propio estructuralismo: “¿A qué remite todo lo que se ha hecho en psicoanálisis y psiquiatría? El deseo —o el inconsciente—no es imaginario o simbólico, es únicamente maquínico. Y hasta tanto ustedes no alcancen la región de la máquina del deseo, mientras permanezcan en lo imaginario o en lo simbólico, no habrán verdaderamente captado el inconsciente. El inconsciente son máquinas que, como toda máquina, se confirman por su funcionamiento” (Deleuze, 2005 [el resaltado es nuestro]).
[3] En The seeds of time (1996), Jameson dirá concretamente que aquello que es más fácil de imaginar que el derrumbe (breakdown) del capitalismo tardío —es decir, no el final de él en cuanto tal: tan sólo la culminación de una de sus fases históricas— es el total deterioro (thoroughgoing deterioration) de la tierra y la naturaleza. Es Zizek quien —retomando a Jameson— finalmente le daría un sentido más apocalíptico a esta idea, postulando efectivamente las nociones de fin del mundo y fin del capitalismo.