Kristeva, Borges y la narración de la infamia
Por Julia Kristeva
Rescatamos un breve fragmento de Poderes de la perversión, de Julia Kristeva, donde la filósofa piensa al objeto de la literatura para Jorge Luis Borges como un viaje alucinatorio, como un descenso a los límites de la desmesura, de lo impensable, de lo insostenible y de lo insimbolizable, como una lucha con la muerte que sólo puede apoyarse en relatos de la infamia.
Vertiginoso, alucinatorio es en todo caso, según Borges, el objeto de la literatura. Es el Aleph que aparece, en su verdad de transfinito, en ocasión de un descenso digno de Igitur en los sótanos de una casa natal por definición condenada. La literatura que se atreve a relatar los abismos de este descenso no es más que el escarnio mediocre de una memoria arcaica que el lenguaje prepara tanto como traiciona. Este Aleph es exorbitante al punto que, en el relato, sólo la narración de la infamia podría captar su poder. Es decir la narración de la desmesura, del sin límite, de lo impensable, de lo insostenible, de lo insimbolizable. Pero, ¿qué es?, sino no la repetición incansable de una pulsión que, propulsada por una pérdida inicial, no cesa de errar insatisfecha, engañada, desvirtuada, antes de encontrar su único objeto estable, la muerte. Manipular esa repetición, ponerla en escena, explotarla hasta que se entregue, más allá de su eterno retorno, su destino sublime de ser una lucha con la muerte -¿no es acaso aquello que caracteriza a la escritura? Y sin embargo, tocar así la muerte, burlarse de ella, ¿no es acaso la infamia misma? El relato literario que dice los mecanismos de la repetición debe convertirse forzosamente, más allá de lo fantástico, de lo policial o de la serie negra, en un relato de la infamia (Historia de la infamia, Historia de la eternidad). Y el escritor no puede dejar de reconocerse, irrisorio y desposeído en ese individuo abyecto que es Lazarus Morel, el redentor espantoso, que resucita a sus esclavos con el solo fin de hacerlos morir, no sin antes haberlos hecho circular -y redituar- como moneda. ¿Es necesario decir que los objetos literarios, nuestros objetos de ficción, tales como los esclavos de Lazarus Morell, sólo son resurrecciones completamente efímeras de ese Aleph inasible? ¿Es ese Aleph, “objeto” imposible, el imaginario imposible que sostiene el trabajo de la escritura, trabajo que sin embargo no es más que una pausa provisoria en la carrera borgiana hacia la muerte contenida en el abismo de la caverna materna?
“Los caballos robados en un estado y vendidos en otro fueron apenas una digresión en la carrera delincuente de Morell, pero prefiguraron el método que ahora le aseguraba su buen lugar en una Historia Universal de la Infamia. Este método es único, no solamente por las circunstancias sui generis que lo determinaron sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la esperanza y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución de una pesadilla. Al capone y Busg Moran operan con ilustres capitales y con ametralladoras serviles en una gran ciudad, pero su negocio es vulgar. Se disputan un monopolio, eso es todo… En cuanto a cifras de hombres, Morell llegó a comandar unos mil, todos juramentados. Doscientos integraban el Consejo Alto, y éste promulgaba las órdenes que los restantes ochocientos cumplían. El riesgo recaía en los subalternos. En caso de rebelión, eran entregados a la justicia o arrojados al río correntoso de aguas pesadas, con una segura piedra a los pies. Eran con frecuencia mulatos. Su fascinerosa misión era la siguiente:
“Recorrían -con algún momentáneo lujo de anillos, para inspirar respeto- las vastas plantaciones del Sur. Elegían un negro desdichado y le proponían la libertad. Le decían que huyera de su patrón, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna finca distante. Le darían entonces un porcentaje del precio de su venta y lo ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a un Estado libre. Dinero y libertad, dólares resonantes de plata con libertad, ¿qué mejor tentación iban a ofrecerle? El esclavo se atrevía a su primera fuga.
“El natural camino era el río. Una canoa, la cala de un vapor, un lanchón, una gran balsa como el cielo con una casilla en la punta o con elevadas carpas de lona; el lugar no importaba, sino el saberse en movimiento, y seguro sobre el infatigable río… Lo vendían en otra plantación. Huía otra vez a los cañaverales o a las barrancas. Entonces los terribles bienhechores (de quienes empezaba ya a desconfiar) aducían gastos oscuros y declaraban que tenían que venderlo una última vez. A su regreso le darían el porcentaje de las dos ventas y la libertad. El hombre se dejaba vender, trabajaba un tiempo y desafiaba en la última fuga el riesgo de los perros de presa y de los azotes. Regresaba con sangre, con sudor, con desesperación y con sueño”. (Borges, Historia universal de la infamia)
Si se imagina esta máquina imaginaria transformada en institución social, se verá la infamia del fascismo.
Publicado originalmente en Poderes de la perversión, Editorial Siglo XXI, 2006.