Una oda a los raptos de dicha en un mar de dolor
Por Marcelo Simonetti
Marcelo Simonetti escuchó Wild God, el último disco del gran Nick Cave, que a sus 66 años sigue teniendo cosas interesantes para decir, y lo cuenta para Sonámbula. Si bien el disco que no constituye una sorpresa en la carrera del australiano, pero que sí es destacable «por su vitalidad, por haber logrado volver a hacer sonar una banda alrededor de la voz de Cave y por haberle dado una vuelta más de rosca a la última etapa de los Bad Seeds». Y que además tiene algunas canciones gloriosas.
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Pero si bien sí es sorprendente por su vitalidad, por haber logrado volver a hacer sonar una banda alrededor de la voz de Cave y por haberle dado una vuelta más de rosca a la última etapa de los Bad Seeds. Y que por cierto contiene, dentro de un buen nivel general, dos o tres grandísimas canciones.
El trabajo en serie y rutinario al que nos condena el capital suele llevarnos, como a la mayoría de la humanidad, a algo llamado alienación. Que luego puede devenir en ira, depresión, pérdida de expectativas o frustración. Pero seguimos trabajando, porque tenemos que morfar. En el caso del arte, si tuviste suerte y podés vivir más o menos de eso, la condena es la repetición. La pereza. A veces los artistas encuentran una fórmula para su arte, una manera de resolver las cosas que funciona. El peligro, entonces es el de su patrón y un ejército de alienados pidiendo repetición, más de lo mismo. Repetite. Repetite. No separen la banda. No cambien. Sigan haciendo lo mismo que en algún momento nos gustó. Y así la enorme mayoría sigue repitiendo una fórmula hasta que se aburren de hacer productos en serie y se retiran o se mueren. Porque no repetirse conlleva el peligro de caerse. Y pasar a formar parte del ejército de alienados.
Lo más lindo de escuchar a Nick Cave y de estar metido en su mundo es que nunca sabés si su nuevo disco te va a gustar o no. O cuánto te va a gustar. Si será apenas una variación de su última fase o una nueva etapa. Así que ahí estamos. Porque cuando uno habla de Cave y los Bad Seeds no necesariamente se sabe de qué está hablando. Si de la violencia y la ira de su primera etapa, con las guitarras formando una pared impenetrable en otro lugar y el milagro que ocurría entre ambos, si de un grupo de músicos haciendo un casi-silencio al servicio de un piano conmiserativo y doliente, si de un grupo de borrachos haciendo folk o garage o de dos tipos viendo que se les ocurre en un cuarto durante horas mientras los otros miran. Cuando uno dice que algo suena a los Bad Seeds puede estar diciendo cualquier cosa. O nada.
Nick no contó desde el comienzo con una, sino con dos guitarras que construían su propio arte. El choque entre ellos y las ideas de Cave fue el motor de los Bad Seeds durante veinte, treinta años (según si hablamos de Blixa Bargeld o de Mick Harvey). El caso es que los últimos discos con ellos se habían vuelto predecibles, repetitivos. Cave se había adueñado de todo y el papel del resto era simplemente decorativo. Cuando se dieron cuenta de que la banda ya no era el canal de expresión de su arte, ambos se fueron. Después de pensarlo un tiempo y de tratar de encontrar reemplazos, el australiano decidió dejar el espacio vacío. Donde antes había música, ahora había tensión. En Push The Sky Away, el primer intento, eso funcionó de maravillas. Desde ahí, el duende de larga barba que había arrancado como un violinista invitado, empezó a ser en quien el cantante se apoyó para componer, a partir de largas sesiones de improvisación experimental. En los discos siguientes, luego de la muerte de Arthur (el hijo quinceañero de Nick), el sonido a veces siniestro y a veces crepuscular que le saca Warren a sus juguetes lograron el acompañamiento ideal para las cavilaciones y el desgarramiento, bajando el volumen del resto del grupo al mínimo.
De Wild God lo primero que se puede decir es que vuelve a escucharse a una banda. Y con la épica con la que siempre suena Cave, con o sin acompañamiento. Pero la experimentación a la Warren sigue estando. El gospel, que se asoma acá y allá en la historia discográfica del grupo, acá lo inunda todo. Pero también se escucha de manera casi constante a Thomas Wydler en la batería, a Martyn Casey en el bajo y, en algunas canciones, a Colin Greenwood (de Radiohead) con su bajo. Las guitarras de George Vjestica siguen estando detrás de todo. Pareciera una decisión consciente que se mantiene desde la partida de los ya mencionados Bargeld y Harvey. Musicalmente, más allá del coro gospel que es una constante, aparece alguna base de trip hop, un poquito de pop acá y allá, pero más que nada lo nuevo es el sonido sinfónico, grandilocuente y ese aroma de rock espacial. El disco suena moderno. Y arriesgo que esa modernidad que se impregna todo puede ser en parte mérito de Dave Fridmann, que mezcló los temas a razón de uno por día. Fridmann es el legendario productor de los Flaming Lips y Mercury Rev, entre otros, que a principios de siglo fue nombrado el “Phil Spector del rock alternativo”. Esos tintes cósmicos y el costado Space Rock que flotan a lo largo del disco tienen que ser obra suya.
Si en la etapa previa de la banda la música era vaga, casi una excusa para que el australiano dijera todo lo que necesitaba decir, ahora pareciera que se hubieran propuesto afirmar que “antes que nada, somos músicos. Y más que eso: una banda”. Entonces hay intros largas con el sello experimental y abstracto de Warren, pero también explosiones musicales a todo trapo que inundan al disco y al oyente. Recuerdo tener una conversación con un amigo después de escuchar “Carnage”, en la que dijimos: “Acá se escucha una continuación de Skeleton Tree y también de Ghosteen, pero hay puntas del lugar hacia donde van en la canción ‘White Elephant'». Y así, con la intro hipnótica, minimalista, un corte y una segunda parte del tema grandilocuente con coros en estribillo y la banda a pleno, se desarrollan varios temas del disco nuevo. En Wild God lo que Cave tiene para decir sigue siendo lo único que importa, como desde hace más de una década. Pero también es verdad que acá lo rodea una banda que se escucha, que ejecuta y lo hace con belleza y vitalidad.
El disco arranca con “Song Of The Lake”. Es una pieza otoñal, que podría ser una balada Bad Seed como cualquier otra. Pero las voces corales, las campanadas de vibráfono y un tono de Cave que parece más de resignación que de “regocijo” le dan una vuelta de tuerca que suena más a despedida que a apertura. Nick se encuentra a medio camino entre el recitado y el canto de lo que parece ser una fábula, donde un viejo encuentra el Paraíso pero aún así se siente arrastrado hacia el infierno. Los versos finales dicen: “Oh, no importa, no importa, no importa. Porque todos los caballos del rey y todos los hombres del rey no pudieron volver a unirnos. Oh cariño, bueno, ¿a dónde iremos ahora? Oh cariño, ¿a dónde vamos? Ah, no importa, no importa. ¿Y qué hacemos ahora? Oh, no importa, no importa. Oh, mi dulce cariño, no importa.”
Sigue el primer corte, el que le da nombre al álbum. Y la primera vez que en el disco aparece una canción que transita predecible, con arreglos de piano acá y allá y la banda acompañando, hasta que se convierte en lo que parece un himno religioso que te remonta por el aire con coros de alabanza casi sobrenaturales y el grupo sonando más fuerte, envuelto en una melodía sinfónica. Cave acompaña con tono de promesa extática. Pero, ¿qué dice? Habla de un dios, que es salvaje “como todos los dioses”, que se puso a recorrer “las memorias en las que había sido sepultado”. Un dios que salió por la ventana a buscar “lo que todos los dioses salvajes buscan”. Por ejemplo, una chica de la “Jubilee Street”. Sí, la chica que se prostituía para sobrevivir en la canción de “Push The Sky Away”. Pero el dios salvaje, nos cuenta Nick, no pudo poseer a la prostituta porque murió en el lugar donde era explotada, la cama, en 1993. La canción sigue con el mismo tono, con el dios salvaje recorriendo el mundo horrendo creado por él en busca de que alguien lo quiera y lo alabe, prometiendo salvación a cambio. Un dios, a fin de cuentas, humano. Un pico del disco y una gran canción que será un highlight en la gira.
“Frogs” es el tercer tema, de estructura bastante similar al primero, entre sinfónica y espacial. De banda completa, de ritmo de canción apacible y coros que acompañan a un Cave que canta contenido por la música, en principio sobre una visita a la iglesia. Pero luego, cuando sale y se dirige con su mujer a su casa, ve las ranas que saltan para llegar hasta el cielo. Saltan y se llenan de regocijo de estar más cerca del cielo. Después se sorprenden de estar otra vez en el charco de la alcantarilla. Inmediatamente aparece el paralelo con él mismo, lleno de dicha en la iglesia para después a la salida chapotear de nuevo en la cuneta. En su web de preguntas y respuestas “Red Hand Files” Cave le responde a un fan: “Esas ranitas, Barry, somos tú y yo, y toda la humanidad, saltando momentáneamente hacia el amor, el asombro, el significado y la trascendencia, sólo para aterrizar nuevamente en el barro”. Lo que no necesariamente parece ser una cosa mala. Ni los pequeños momentos de alegría, ni el resto del tiempo, en el que volvemos al barro.
En “Joy” aparece otra vez el protagonista de Ghosteen, el espectro de su hijo muerto. Acá se aparece en la forma de “un fantasma con zapatillas gigantes y estrellas risueñas alrededor de su cabeza”, “un niño en llamas”. El narrador se había despertado esa mañana “con la tristeza dándole vueltas por la cabeza como si alguien de su familia se hubiera muerto”. Entonces el fantasma se sienta a su lado en la cama y le dice que ya sufrió demasiado y que es el tiempo de la dicha. En lo primero que pienso al escuchar a Cave cantar ésto, es en los versos de la terrible “Bright Horses” del bello e imposible Ghosteen: “Y todos estamos tan hartos de ver las cosas como son. Los caballos son solo caballos y sus crines no están llenas de fuego. Y los campos son solo campos y no hay un Señor”. Luego remata diciendo: “Éste mundo es fácil de ver. No significa que no se pueda creer en algo. Y de algún modo mi bebé está volviendo ahora en el próximo tren. Oh, el tren está llegando y yo estoy parado aquí para verlo. Y está trayendo a mi bebé de vuelta a mí”. “Joy” parece ser la profundización de esa idea de cinco años atrás. Cuánto más repite “alegría” en el final de la canción, más angustiante resulta. La instrumentación también hace recordar a Ghosteen, ya que lo que resuena más allá de los coros es el piano y la fantasmagoria espacial y sinfónica de Warren acompañando la letanía agridulce del cantante.
Con “Final Rescue Attempt” vuelve la banda completa. Arranca un jugueteo repetitivo, minimalista, de Ellis, que recuerda al gran Max Richter. Luego se suben el piano, la batería y el resto de los música, en una cabalgata apacible y melancólica que vuelve a terminar con el rulo del flaco de barba puntiaguda. En el medio, Cave cuenta que después de “eso”, nada volvió a doler realmente. Ni siquiera el dolor ordinario. “¿Quiénes son estos dioses que ahora defiendes? ¿Y para qué sirven ahora al final de los tiempos?”, canta. El espiral hipnótico distintivo de la canción le da un carácter particular que hace que sea una de las que más impacta en la primera escucha, lo que en mi caso terminó siendo un buen pie para la canción siguiente, una joya del disco.
Hablo de “Conversion”, otra letra con tintes narrativos o de fábula mística, con un viejo dios que aparece arrastrando los pies ante una multitud sumida en el dolor. Y claro, la mención a la belleza pálida y azabache de su esposa que fue transformada por la antigua deidad. Arranca en la misma línea que “Joy”, con el piano y las experimentaciones al servicio de la historia, con algunos arreglos sutiles acá y allá y una hermosa participación de la flauta de Warren, pero antes de la mitad de la canción otra vez un corte abrupto marcado por la batería, el ingreso orquestal del resto de la banda y unos coros de gospel incandescente que pueden llenar de épica cualquier sala ¿Alguien puede evitar imaginarse a Cave retorciéndose como un predicador poseído, atacando a alguien de la primera fila en un show y gritándole “you are beautiful”? “Conversion” opera como clímax extático del álbum y seguramente lo sea en la próxima gira.
“Cinammon Horses” parece también un retazo de Ghosteen, aunque más sinfónica. Otra vez la banda se repliega. Aparte de Ellis, solo los coros y el piano. Y acá no hay voluntarismo del cantautor que valga. La letra es amarga, sombría. “Les dije a mis amigos que la vida era dulce”, que el amor iba a durar. Y las voces le recriminan: “Vos nos dijiste eso, vos nos dijiste eso”. Y el narrador responde: “El amor no pide nada, pero el amor cuesta todo”, “mientras una docena de vampiros toman sol en las ruinas del castillo”.
“Long Dark Night” bien pudo ser una balada redonda de la banda en los años 90, melancólica y tranquila, con todos los arreglos en su lugar y cada uno de los instrumentos escuchándose en un mismo plano. La idea está tomada de un poema del fraile del siglo XVI san Juan De La Cruz llamado “La noche oscura del alma”. La diferencia es que acá no hablamos de un devoto esperando por la llegada del Salvador. En el segundo tema del disco, “Wild God”, un dios salvaje de pelo blanco vuela hacia el mundo que creó, en busca primero de la chica de la Jubilee Street. Pero luego, una vez enterado de su muerte, va en busca de cualquier otra para poseerla. Acá, parece ser parte de esa historia, contada desde la voz de una de sus víctimas. Al fin y al cabo, Cave viene tomando relatos religiosos para convertirlos en pesadillas de sadismo y despotismo de la autoridad señorial desde el comienzo de su carrera. ¿Por qué abandonarlo ahora?
Casi en el cierre del disco se ubica “O Wow O Wow (How Wonderful She Is)”. Según Nick, arrancó con la melodía en su cabeza y luego decidió que era para Anita Lane, con quien tuvo una relación intermitente durante toda la década del ochenta y quien fue parte de los Bad Seeds en sus comienzos. Lo más importante es que es la autora de la maravillosa “Stranger Than Kindness”, la canción favorita de la banda del propio Cave. En éste caso la canción es simple, con una base rítmica de fondo y el piano y la guitarra sonando alegremente arriba, y la voz que celebra el paso de Anita por éste mundo, recordando su belleza y cómo todas los hombres y mujeres y niños y animales y cosas se maravillaban con ella. El gesto de amor hacia su ex pareja se completa con la grabación de un audio que ella le mandó en el 2019, dos años antes de su muerte, que incluye en el final de la canción y que resulta conmovedor. La voz de Lane recuerda lo felices que eran, cómo se divertían pasando el tiempo sin estar bajo presión, y que así es como surgían las canciones. Incluso menciona cómo fue que surgió la idea de “From Her To Eternity” mientras estaban en un pequeño departamento frente a la prisión de Brixton. Lo más bello de sus palabras, es cuando dice “Intentamos redactar un contrato de nuestro amor, pero solo llegamos a poner el encabezado. Nunca hubo palabras en él. Pienso que eso dice mucho más que cualquier otra cosa”. Cave entonces se refiere a ella por lo hermosa que era, pero en un momento el verso cambia y habla de lo hermosa que es. Es un cambio sutil, que al igual que con su hijo, asegura que aún está ahí con él. Aún después de muerta, sigue siendo hermosa.
Y para el final, “As The Water Covers The Sea”, un pequeño fragmento de gospel de tintes bíblicos compuesto desde la imagen de su mujer mirando el mar desde su casa en Brighton, con el coro a tope sirve de despedida.
“Wild God” no inventa nada, no es una gran revelación. Pero sí es sorprendente por su vitalidad, por haber logrado volver a hacer sonar una banda alrededor de la voz de Cave y por haberle dado una vuelta más de rosca a la última etapa de los Bad Seeds. Y que por cierto contiene, dentro de un buen nivel general, dos o tres grandísimas canciones.
Y más que nada lo que sorprende, es que una persona de 66 años no solo siga haciendo trabajos de gran nivel, sino que siga siendo interesante todo lo que tiene para decir para cada vez mas y mas grandes franjas de público del mundo.
En el álbum aparecen sus más viejas obsesiones y también el gran trauma que cambió su vida, al que, como él mismo dice, es como si estuviera atado con una goma. Uno puede alejarse y alejarse, tennsando la banda de goma, pero en determinado momento no sólo que ésta ya no se estira sino que comienza a encogese, y uno vuelve a encontrarse con la catástrofe frente a sus ojos. Quien habla mejor de una obra es la propia obr, y no su autor. Lo dicen a su modo Mark Fisher y Umberto Eco, entre tantos otros. Su pretendida “conversión” religiosa me suena mucho más a ese verso de una canción del gran Nacho Vegas llamada “El Último Baile” que dice: “Y si ahora le rezo, Padre, ha de entender que es porque tengo miedo y no porque tenga fe”.
Después de la muerte del hijo de Cave, hubo una apuesta de las grandes productoras con él. Pegar el salto de los recintos intermedios a los grandes estadios. Era un cambio de etapa en la historia del rock alternativo. Las muertes de Cohen, Bowie y Reed dejaban un vacío gigante y la idea era posicionarlo como el último ícono en pie. La jugada pareció arriesgada, no solo porque el australiano hacía más de treinta años que ocupaba un lugar alto pero siempre con un techo, sino también porque musicalmente se encontraba en una etapa experimental difícil de digerir por las mayorías, en un extremo “anti rock” muy difícil de proyectar hacia las grandes ligas. Pero ese “riesgo” no fue tal. De hecho, estaban subestimándolo. Cuando los músicos antes nombrados se fueron haciendo mayores, hicieron algún disco bueno, otro menos, cada cinco, seis años. Alguna declaración acá, otra allá, alguna aparición pública. Pero eso no es Cave. Cave tiene montones de proyectos musicales al mismo tiempo, escribe novelas, poesía, guiones de cine, actúa, hace giras musicales y hasta giras donde escucha preguntas del público y responde, dicta conferencias, posee muestras itinerantes, tiene su colección de figuras de arte, también una web llamada “Red Hand Files” donde también interactúa con quien quiera preguntarle lo que sea. La carrera de Cave no son los picos y mesetas en los que se suelen convertir las carreras de los íconos de rock a determinada edad. Es más bien una bola de nieve que no para, y que se ha convertido en una avalancha fuera de control.
Si “Wild God” parece decir que la alegría y el dolor son parte de la vida y que ambos son bienvenidos y que nunca la alegría será completa sino que es alegría justamente porque sólo aparece de a ratos, también parece ser el disco una intersección entre el predicador diabólico de antaño que metía miedo a su público y a cualquier entrevistador que le quisiera hacer preguntas y el hombre frágil y piadoso que es desde la muerte de Arthur, su hijo, que en los shows no solo insulta y maldice sino que te da la mano y te invita a subir a bailar al escenario.
En resumen, el disco nos habla no de la alegría o de la tristeza en sí mismas, y de cómo llegan una después de la otra, sino que afirma tenemos que trabajar duro para llegar a la dicha antes de volver a caer. Y escucharlo resulta conmovedor.