Disciplina y ejército
Por Lucía Cytryn
Lucía Cytryn fue a escuchar la reciente presentación de Margaret Atwood en la Biblioteca Nacional y aprovecha sus dichos para reflexionar sobre el escenario distópico de El cuento de la criada y su relación con la situación de las mujeres en Argentina, sobre cuerpo y narración como formadores de identidad y motores de sublevación.
Que el feminismo es un camino de ida ya no es ninguna novedad. Es un hito en la vida de cualquier mujer el momento en que toma conciencia de la opresión estructural y transversal que la victimiza a diario: en ese sentido, el feminismo es una máquina teórica que opera sobre el cuerpo, sobre la subjetividad, sobre los vínculos, sobre la cultura y que sirve para iluminar los rincones más obscurecidos y acostumbrados de nuestra vida cotidiana.
El cuento de la criada es una serie de lo más angustiante hasta que llega a uno de sus breaking points, su propio hito feminista. Contextualicemos: Estados Unidos, ahora República de Gilead, se está fundiendo por efecto del calentamiento global y una terrible condición epidémica ataca la fertilidad de hombres y mujeres. Un grupo de revolucionarios con complejo de aristocracia decide tomar el poder y erige un nuevo estatuto con antiquísimas premisas cuya fuente es nada menos que la Biblia: todas las mujeres fértiles serán entrenadas (domesticadas) para servir a las familias altas oficiando de criadas, madres subrogadas de los altos estamentos.
Cuando Offred (De-Fred, o perteneciente a Fred), la criada que protagoniza la serie, redescubre su sexualidad, se produce un quiebre narrativo. Porque el sexo (el deseo) es, por definición, lo que está por fuera de la disciplina, funciona como una grieta en el orden opresor, un punto de fuga hacia sí misma: la recuperación de la identidad. Desear es igual a ser y, en este caso, ser es sinónimo de luchar: el deseo por el otro es deseo de sí misma y éste se traduce en deseo de sublevación. El feminismo con el que dialoga El cuento de la criada se sitúa mucho más en la disputa política de los setenta y ochenta en los Estados Unidos, esto es, la disputa por la autonomía reproductiva (la posesión del propio cuerpo) que en las discusiones actuales. Y sobre este punto es que aparece uno de los elementos que hacen a la importancia y a la poderosísima actualidad de la serie, al menos en nuestro país. Si este relato ha sido tradicionalmente colocado bajo la categoría de “distopía”, la pregunta es: ¿qué tiene de actual este futuro?
Margaret Atwood, en la charla que dio este lunes en la Biblioteca Nacional, afirmó que “cuando Trump fue elegido presidente, supimos que el marco en el cual se inscribía este relato había cambiado”. Muchos ya hablan de “profecía” en relación al nuevo régimen que ve venir Estados Unidos, a la vez que se atajan en referirse a la realidad antidemocrática argentina. Lo cierto es, más allá de las reticencia a propósito del término “feminista” para referirse a su obra (Atwood declaró en la Biblioteca algo que ya había afirmado en su Introducción a la nueva edición de El cuento de la criada: que el feminismo es un paraguas demasiado amplio y que prefiere definirse como “defensora de los derechos de la mujer”), que esta distopía habla mucho de los derechos no obtenidos de las mujeres en Argentina.
“En El cuento de la criada -continúa Atwood- no hay nada que no haya sucedido realmente, todas esas cosas pasaron en algún momento de la historia”. En un país donde el aborto todavía es ilegal, en el que desaparecen mujeres a diario, en el que las prostitutas son perseguidas por la policía y un sinfín de espantosos etcéteras atacan directamente la vida de las mujeres, el disciplinamiento del cuerpo no resulta ajeno, mucho menos distópico. Vivimos en esta distopía en que una chica de 16 años es obligada a parir después de haber sufrido una violación; vivimos en esta distopía en que 100 mujeres al año mueren por abortos clandestinos. Si existe algún mensaje en esta serie brillante que es El cuento de la criada, es que la organización entre mujeres es lo único que puede salvarnos. He aquí la actualidad de este relato terrible.
“No deberían habernos dado uniforme si no querían que nos convirtiéramos en un ejército”, narra Offred hacia el final de la primera temporada, justo después de negarse, todas ellas, a apedrear a Janine, una compañera criada. En esta escena, y hago un paréntesis, también aparece la crítica a la hegemonía blanca en el feminismo. La nueva Ofglen es una criada obediente que afirma que su vida antes de Gilead era un infierno atravesado por la pobreza y las adicciones. En reiteradas escenas la vemos incomodarse por el comportamiento de Offred, su compañera de compras, e incluso llega a advertirle con vehemencia que su conducta puede perjudicarla. Sin embargo, es Ofglen la primera en alzar firme la voz contra la pedrada: la condición de clase, entonces, es condición de lucha.
Volviendo a lo anterior, digo narra porque Offred tiene casi una obligación, contrae un compromiso con la palabra. Y es que poco tiempo antes recibe un paquete lleno de cartas (si así se les puede llamar) de otras mujeres en Gilead, papeles pequeños, arrugados y desprolijos escritos en la clandestinidad. La escena tiene fuertes reminiscencias de lo que Sandra Gilbert y Susan Gubar llamaron “Parábolas de la caverna” (The madwoman in the attic, 1979). Primero, porque la caverna, en la historia de las mujeres, no es ningún espacio extraño: la caverna es el lugar de la mujer, y puede ser el propio hogar, el lugar de pertenencia que no es más que un lugar de encierro (no es menor que Offred, precisamente, duerme en un ático). Y segundo, porque la parábola que construye Mary Shelley y que recogen Gilbert y Gubar en este libro, puede orientar hacia el sentido más sugestivo de la escena.
En la Introducción a El último hombre (1826), Shelley relata su descubrimiento de la cueva de Sibila, un personaje mitológico griego que tenía el don de la profecía. Cuando entra en la cueva, Shelley encuentra los escritos de Sibila en hojas dispersas, destrozadas, y sabe, por una intuición que la atraviesa más allá de toda racionalidad (“He sido obligada a modelar el trabajo en una forma consistente”), que su deber es reconstruir las profecías, escritas sobre el propio organismo de la naturaleza con hojas y cortezas de árbol. El cuerpo de un arte anterior y precursor del suyo propio se encuentra en pedazos a su alrededor, desmembrado, desintegrado, olvidado. Rodeada de las ruinas de su propia tradición, su deber es reconstruir el linaje femenino destruido, la herencia materna: tiene el deber de recuperar lo perdido, regenerar y reconcebir una memoria femenina que ha sido arrebatada.
Offred narra para reconstruir la memoria femenina porque tiene en su poder los fragmentos escritos de muchas otras: la resistencia es ocultarlos donde nadie más que ellas (el ejército) lo puedan encontrar. Un poco como mensajes en una botella, pero sobre todo como los rastros escritos de un murmullo general, de muchos cuerpos violentados que se traducen en hojas dispersas para evocar un relato arrebatado. Basta recordar que en Gilead las mujeres tienen prohibido leer y escribir, pero que Offred ya había tenido contacto con un mensaje escrito cuando en su propio placard (una caverna dentro de otra) encuentra la frase en latín de una criada anterior. Me refiero aquí al primer breaking point de la serie, en donde primero aparece el germen de resistencia en el personaje principal. Cuerpo (sexualidad/reproducción) y narración (escritura/lectura) son, entonces, los principales formadores de identidad y, entonces, los principales motivos de sublevación (organización).
La experiencia, ya lo dijo Donna Haraway, es un producto y un medio del movimiento de mujeres. La experiencia es una encarnación de significados heterogéneos con la complejidad que implican los posicionamientos específicos: para articular la diferencia, no hay mejor conexión que la lucha. En Gilead, la disciplina (el uniforme) engendra ejército. Algo así como el lado B de la domesticación. Más acá de la realidad, afortunadamente, tenemos pañuelos verdes.