Muscato, pizza y fainá: Una reflexión sobre ópera y femicidios
Por Juan Pablo Csipka
Ante la decisión del regisseur italiano Leo Muscato de cambiar el final de la ópera Carmen por considerar «inconcebible» hoy un femicidio en escena, Juan Pablo Csipka recorre la historia del asesinato y la violencia contra las mujeres en la ópera y se pregunta si nos encontramos ante un colmo de puritanismo y de corrección política.
Que yo recuerde, hay al menos cuatro óperas emblemáticas que ponen en escena lo que llamaríamos femicidio: Desdémona estrangulada por Otelo (lo cual remite no sólo a Verdi, sino también a Shakespeare); Gilda acuchillada y metida dentro de un saco por Sparafucile en el final de Rigoletto (otra vez el vecchio Verdi, mucho más escabroso, porque resulta que Gilda agoniza cuando Rigoletto abre el saco); la muerte de Nedda en escena a manos de Canio en la obra que representan en Pagliacci de Leoncavallo (teatro dentro del teatro, con la famosa frase final: “La commedia é finita”, después del femicidio) y Carmen asesinada por Don José a las puertas de la plaza de toros de Sevilla por obra y gracia de Bizet. Al respecto, convendría leer uno de los mejores textos de El sonido de los sueños de Diego Fischerman acerca de la génesis de Carmen y los vínculos con Víctor Hugo y Liszt como autores, cada uno, de un poema y una música incidental, sobre el tema de lo que luego sería la ópera. Se llama “P. M., autor de La Carmen”, donde, en tres párrafos, relaciona las iniciales de Prosper Mérimée, el autor del texto en que se basó la ópera, con las del Pierre Menard borgeano, para dar cuenta de las asociaciones: Mérimée escribiendo una novela que comparte tema con un poema de su admirado Hugo y la música de Liszt para el poema, que entronca con la de Bizet.
Leo Muscato, el responsable de la puesta de estos días de Carmen en el Teatro dei Maggio de Florencia quizás conozca la génesis de la ópera, que iría más allá de la novela de Mérimée y se remonta a un poema de Pushkin. El director propone cambiar el final de Carmen porque estima que se pone en escena un femicidio. “En nuestra época, marcada por el flagelo de la violencia contra las mujeres es inconcebible aplaudir el asesinato de una de ellas”, se justificó Muscato. En el nuevo final, “Carmen no muere sino que se defiende contra su agresor de una forma inesperada, como cualquiera lo haría en su lugar”, agregó.
Si Muscato conociera la genealogía trazada por Fischerman, sería capaz de relacionar a Liszt como suegro de Wagner y, por ende, podría argüir vínculos de Don José con las SS.
En rigor, de lo que se trata es de la puesta en escena. La obra, como muchas otras, desde los griegos en adelante, termina de manera trágica. Y eso no quiere decir que se glorifique la muerte. La corrección política lleva a Muscato al límite más absoluto. Es cierto que hablamos de un personaje de enorme sensualidad, casi inigualable, como es Carmen (siempre se habla de la Habanera: la Seguidilla en la que conquista a Don José no le va en zaga). Bizet no sólo la hace cantar como los dioses, también le pide que baile, que haya erotismo. De ahí a pensar en una Carmen que provoca ella misma su muerte (el aberrante argumento de “salió a la calle con esa pollera y ese escote, qué querés”) podría haber un paso, que Muscato evita en el colmo del puritanismo yéndose al otro extremo, si es que caemos en el debate bastante machista respecto de si Don José es una víctima, cuando él es quien mata a una mujer en escena.
Pietro Mascagni, que terminó abrazado al fascismo, tal vez la vio venir cuando en 1890 escribió su primera ópera, la que fundó el verismo y se representa en tándem con la truculenta Pagliacci. En Cavalleria Rusticana, que se traduce como “Honor rústico”, el marido engañado desafía a dirimir a cuchillo limpio el asunto del honor mancillado con Turiddu, el protagonista de la historia. Los 70 minutos de la ópera, ambientados en Sicilia un Domingo de Pascua, son la preparación del duelo en el que Turiddu termina muerto. En pos de la corrección o incorrección, nadie, que yo tenga noticias, planteó a Lola, la mujer en discordia, como una señora voluble y ligera de cascos que provoca la ira de su marido Alfio. De los cinco personajes de la obra (los otros son la madre de Turiddu y Santuzza, su antigua novia), Lola apenas aparece en escena, y un director puritano como Muscato podría llegar a proponer que no cante, porque algún espectador podría pensar que, antes que los celos de Alfio, hay un asunto de ninfomanía, y no sería cosa de denigrar a la mujer.
Vayamos a las dos muertes emblemáticas de Puccini por lo violentas: Tosca y Butterfly. La más que celosa Floria Tosca se arroja al vacío para no caer en manos de los esbirros de Scarpia, al que mató en defensa propia en el segundo acto (sí, el famoso segundo acto donde Scarpia tortura en escena a Mario, el amante de Tosca: un momento que se ha representado con estética del fascismo y que tuvo dos representaciones en el Colón en dictadura, la segunda durante la guerra de las Malvinas). Puccini, que adaptó un folletín de mala muerte, sacrifica a su heroína y, antes a Mario. Ninguna mente patriarcalista jamás echó en cara la muerte de Scarpia, el villano más siniestro de toda la historia de la ópera (volviendo a la dictadura: Claudio Uriarte, en Almirante Cero, parangonó a Massera con Scarpia) como si fuese un homicidio injustificable, cuando es claramente un acto en defensa propia (el final del segundo acto, con Tosca que se persigna ante el cuerpo del jefe de policía de Roma, me recordó en la puesta de 2016 en el Colón que Tosca es una ópera pensada y pensable desde el catolicismo).
En Madama Butterfly, la humillada geisha se hace el harakiri ante el desprecio de Pinkerton, en el final más desgarrador de la ópera de todos los tiempos. La situación la impulsa: ¿se mata o la llevan a que elija la muerte? Pinkerton queda como el malo, sin duda, en el choque de culturas que, tal vez, impida pensar al Japón de comienzos del siglo XX desde la perspectiva de género de hoy. Recuerdo una parodia de Chespirito en un sketch unitario. Gómez Bolaños hacía de Pinkerton, tenía su affaire con Butterfly, y cuando regresaba con su esposa a Japón, encontraba a la geisha , no con un hijo que le querían sacar, sino criando trillizos y reclamándole la cuota alimentaria. Muscato podría tomar nota de la vuelta de tuerca del mexicano.
La ópera fue posible como género por una coincidencia en tiempo y espacio, hacia comienzos del siglo XVII en Italia, de un genio como Claudio Monteverdi y una clase burguesa capaz de sostener el nuevo y no muy barato arte. Esa clase fue capaz de financiar el arte creado por Monteverdi (teatros, músicos, cantantes, vestuaristas) y, sobre todo, comenzó a demandas nuevas obras. El corpus temático fue la mitología griega: la primera ópera de la historia es el Orfeo. Como se sabe, los mitos griegos están plagados de sangre y de violencia. Dos siglos más tarde, la mitología germánica tuvo su puesta en escena de la mano de Wagner, inseparable del proceso de unificación de Alemania. En el medio, Mozart se burló de la burguesía con Las bodas de Figaro, donde al conde de Almaviva los criados lo dejan al nivel de un pelele. Para restablecer el orden de clase, Muscato podría cambiar el final: propongo el despido sin indemnización de Figaro y Susana.
La capacidad polisémica de la ópera ofrece múltiples alternativas. Alguna vez le escuché a Marcelo Lombardero, maestro de la puesta en escena, que el Fausto de Gounod podría montarse desde la perspectiva de la violencia de género. Algo similar podría hacerse con Otelo, Pagliacci, Rigoletto y Carmen. Verdi, Leoncavallo y Bizet nunca glorificaron los asesinatos. No está de más recordar que la historia de Pagliacci es real y Leoncavallo la presenció de pequeño en un teatro callejero (Tonio, como Yago con Otelo, es el motor de los celos, en la filiación entre la historia de los payasos y la del moro de Venecia). Desdémona, como Gilda, Nedda y Carmen, vuelven a morir al final de cada obra. Pero renacen, y en cada puesta pueden aleccionar sobre el riesgo de la violencia a la que están expuestas las mujeres.