¿De qué marca era la magdalena de Proust?
Por Juan Mattio – Foto de Malena Q
Juan Mattio leyó Me acuerdo, última novela de Martín Kohan, pensando en las formas que puede adoptar la memoria en las sociedades del capitalismo tardío, en ese reino de productos que, gracias a la magia publicitaria, se vuelven soportes de emociones artificiales. ¿Como podríamos, entonces, hablar de la famosa magdalena desde estas subjetividades formateadas por la publicidad? ¿Qué intimidad podemos generar con una mercancía?
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Martín Kohan dice que no le interesa la literatura autobiográfica. Y entonces publica Me acuerdo, un libro de breves imágenes de su pasado. Un inventario, se ha dicho. Me gustaría retomar el campo semántico comercial que supone esa palabra. Inventario. La autobiografía como un gran libro contable con sus entradas y salidas, con su stock y sus faltantes. Nada más alejado del mecanismo emocional que solemos llamar recuerdo. Nada más alejado de la escena de la magdalena donde el sabor de la galletita mojada en té restituye todo un mundo -con sus sensaciones y sentimientos y presencias- que hasta entonces había estado sepultado en los confines de la memoria.
El narrador (¿habría que asumir que es Kohan?) cuenta que su familia no tenía línea de teléfono: “Pedíamos prestado el de los vecinos del fondo. / El número era 70-9188 / Teníamos que hablar delante de ellos”. Lo dice de esta manera, indica una ausencia en el stock familiar y la transacción económica: pedir un préstamo. Entonces aparece la mínima consecuencia “teníamos que hablar delante de ellos”. El pudor por tener que sostener conversaciones (¿familiares?, ¿con amigos?) delante de extraños, está apenas sugerido. Es el lector quien tiene que derivarlo como si se tratara de una operación matemática: conversación privada más extraños oyendo, igual vergüenza.
Se repliega la voz del narrador, que impregnaría los hechos con sus emociones, y emerge la voz del contador, quien realiza el conteo, el inventario. El relato tiende así a la enumeración y a los objetos: «Mi mamá compraba cacao Superpibe, en vez de Nesquiik, alegando que era perfectamente igual, y además, mucho más barato»
El resultado son recuerdos estándar, recuerdos que un personaje de Philip K. Dick hubiera podido comprar a una de sus corporaciones pesadillescas, recuerdos llenos de marcas y productos reconocibles. El mundo objetual que nos propone Kohan está saturado de cosas, como si se tratara de evidencias de que él estuvo, sin lugar a dudas, ahí.
En última instancia, el narrador fue un pequeño actor infantil de publicidad: «Publicidades en las que trabajé: Terrabusi, papas fritas Bun, flan Ravanna, pantalones Lee, colonia Gelllati, afeitadoras Gillette, jugos Pindapoy, revista Billiken». Y está acostumbrado a pensar el mundo de los objetos como utilería, como elementos verdaderos para el espectador, pero falsos e inútiles para quien los esgrime frente a la mirada de los otros.
Esta condición artefactual de la experiencia es, en algún punto, la misma que hizo emerger Ricardo Piglia cuando “entregó” su diario personal al personaje Emilio Renzi. Es similar, sí, pero Kohan la alcanza por otros medios que vale la pena indagar.
Ontologías y memorias publicitarias
Pretendo indagar la construcción de una memoria que se ve afectada por los objetos, las marcas, las publicidades. Una conciencia que no reniega de haber sido formada en la fantasías televisivas y que, parada en su adultez, voltea a ver los restos de sus deseos y temores infantiles para encontrar que en ese preciso lugar habitan los espectros brillantes de un comercial televisivo.
¿No es eso lo que se ve en el itinerario de un fumador entre el caos de la oferta? “Mi papá fumaba Particulares. Más adelante, Gitanes. Y más adelante, Parisiennes fuertes». Sin sabores, ni olores, ni texturas; es otra vez el lector -o espectador- quien tiene que derivar sentidos, reponer los ciclos del tiempo detrás de la sucesión de marcas, advertir la presencia de los años, los rastros personales que este fumador particular -el padre del narrador- imprime sobre una experiencia general y abstracta como es la del intercambio de dinero por tabaco en ese enorme escenario social que solemos llamar mercado.
En la lectura de Fredric Jameson, el boom del consumo en la posguerra debe pensarse junto a “la expansión prodigiosa de la publicidad, el uso de la televisión como una forma más vívida y sugerente de vender productos similares y que compiten entre ellos, la televisión trajo una mezcla de los productos con nuestra vida más íntima que el periódico o la radio”.
La estabilidad de las mercancías anterior a la Segunda Guerra permitía asociar el nombre de una marca con la de un objeto. La marca, dice Jameson, se comportaba casi como sinónimo del producto: un automóvil es un Ford, un encendedor es un Ronson y un sombrero, un Stetson. Esto supone la apelación a una identidad estable, duradera, familiar. Las mismas publicidades -en los periódicos y en las radios- cambian poco, se sostienen como una tradición. “Así, los tipos de productos más antiguos permanecen relativamente integrados en el paisaje de los objetos naturales; todavía satisfacen necesidades fácilmente identificables, deseos que todavía se consideran relativamente «naturales»; que se encuentra a medio camino entre la naturaleza (tierra, clima, alimentos) y la realidad humana, corresponden a un mundo en el que la actividad principal sigue siendo la superación de la resistencia de la naturaleza y de las cosas, y en el que las necesidades y los deseos humanos surgen en función de esa lucha”.
Pero el boom de posguerra acelera el cambio y privilegia la evolución de los productos más que su estabilidad. Jameson habla de una “salvaje proliferación” de objetos comercializables que compiten entre si. La paradoja es que la mayoría de las innovaciones científicas y técnicas que hacen posible esta proliferación ya existían antes de la guerra. El cambio parece obedecer, por un lado, a la creciente acumulación y diversificación de las empresas de manufacturas que ya no dependen de una sola marca para su subsistencia. Y, en segundo lugar, a la creciente autonomía de la publicidad que es capaz de poner en la arena del mercado cualquier objeto desconocido a toda velocidad. Y esto porque logra reproducir la familiaridad antigua y lenta de los Ford y los Stetson a una velocidad artificial que se apoya en la continua exposición de las personas a la publicidad. “Lo que se está creando en estas exposiciones publicitarias -explica Jameson- no es tanto un objeto, un nuevo tipo de cosa física, sino más bien una necesidad o un deseo artificial, una especie de símbolo mental o ideológico por el cual el deseo de compra del consumidor está asociado con un tipo particular de envases y etiquetas”.
Si aceptamos este mecanismo, donde las publicidades generan identidades artificiales y son capaces de producir deseos, la pregunta es ¿cómo se organiza la memoria en las sociedades del capitalismo tardío? O, más aún, ¿qué tipo de sensibilidades se generan en las personas al contemplar la salvaje proliferación de mercancías? Kohan escribe en una entrada de su libro: “La lapicera que yo usaba en el Colegio David Wolfsohn era una Astor 303. / Le pedí una Parker a mis padres, era la que usaban casi todos mis compañeros. Me compraron una Shaffer”.
La conciencia que hace el inventario de Me acuerdo, es una conciencia que no presta atención al sabor de la magdalena sino que repara en su marca y en lo que la marca dice en términos de prestigio, de localización social. Es una conciencia que remite al mundo de los objetos porque entre los objetos deambulan las emociones artificiales en las que recibió su educación sentimental.
Los objetos y sus pasiones
El libro que escribió Martín Kohan no elimina el procedimiento de la evocación sino que genera una conciencia que, al recordar, se relaciona de forma íntima con los objetos. Y los objetos son, en nuestras sociedades, nada menos que mercancías. ¿Qué tipo de intimidad se puede generar con una mercancía?
Creo que la hipótesis que subyace al libro – y está en el centro de Me acuerdo– discute con la idea del mundo de los objetos como un territorio desprovisto de sentimientos. De hecho, revisa también la costumbre de pensar las cosas como el plano objetivo paradigmático. Porque, dentro de unas relaciones sociales donde el sujeto tiende a volverse objeto, ¿no es posible percibir, a la vez, una sentimentalidad objetual? Mientras que las subjetividades del capitalismo tienden a marchitarse, Kohan encuentra la posibilidad de retornar al territorio de los afectos pero valiéndose de un desvío materialista hacia la oscura morada de las mercancías.
Me acuerdo es un libro dickeano, que encuentra la realidad en la copia, los sentimientos verdaderos en las sonrisas falsas de la publicidad, los escenarios de la infancia en los set de televisión, lo particular de la memoria en las abstracciones del mercado, el peso del recuerdo detrás de una familia que sonríe a cámara. Y, nadando en ese océano artificial, Me acuerdo logra llegar a la tierra de las emociones sintéticas de una época extraña.
-La lectura sobre Me acuerdo como inventario la encontré el artículo de Silvina Freira (https://www.pagina12.com.ar/265097-martin-kohan-la-lista-de-recuerdos-no-es-igual-a-la-memoria).
-Todas las citas de Fredric Jameson son de su ensayo sobre Raymond Chandler “The Detections of Totality”, publicado en 2016.