¿Nosotros para qué nos encontramos?

Por Dolores Reyes

Dolores Reyes leyó La ilusión de los mamíferos, última novela de Julián López que posibilita lecturas que al transitarse nos recorren desde lo más profundo porque está conformada por una voz que logra incorporarnos a la experiencia de lo que difícilmente se relata. Estar con otro puede ser la forma más hermosa de ser, pero por momentos hace frío, es triste, absurdo, duele y cansa, pero sobre todo, se acaba.

 

“Sin amantes, ¿Quién se puede consolar?
Sin amantes, esta vida es infernal”
Rafaella Carrá

Con una de las tapas más hermosas del año, La ilusión de los mamíferos salió hace unas semanas por Random House. Desde la escritura de sus páginas, Julián López ofrenda para nuestros ojos el espacio íntimo de los amantes, los rituales de descubrirse en cada domingo, la conformación del interior en el que se desarrolla el encuentro de los cuerpos y los destellos de un afuera que apenas se trasluce en referencias difusas: el hijo del otro, su mujer. Es un relato sobre la pasión del amor, lo nuevo, la mirada del otro, el culto a la conversación que vuelve a los cuerpos insumisos al tedio del amor; pero también de la soledad, del recuerdo y de lo abismal y extraño que puede ser salir de esa soledad una vez por semana, en unas horas que logren resignificar el resto de la experiencia. Algo que sus lectores hemos transitado: la espera permanente en la que vamos con nuestras almas baleadas hacia la tarea solitaria de amar a otro.

Por medio de la apropiación del tiempo ocioso -No soy un oficinista- y su incorporación a la escritura, Julián logra hacer vívido el extrañamiento: “Todavía no sé qué hice, todavía no sé qué dejé de hacer para que eligieras, en un momento, que los domingos iban a ser para mí y que todas las salpicaduras iban a ser mi fiesta”.

No es la persona la que sobrevive a la semana sin verse, sino el amante que llega con el resto de oxígeno del ahogado sólo para ir un poco más allá. Tanto y a la vez tan poco, nadar con otro. Hacer pie a la existencia. Un camino tan simple hacia el éxtasis, como exótico. A veces único. En el mejor de los casos, inhabitual.

La ilusión de los mamíferos posibilita lecturas que al transitarse nos recorren desde lo más profundo porque está conformada por una voz que logra incorporarnos a la experiencia de lo que difícilmente se relata. El placer del desborde que es salir de lo cotidiano, el pasaje de los fideos con manteca -alimento del solitario- o la modesta tarta en el tupper del oficinista hacia el frenesí del placer compartido con otro: paté, brie, anchoas, queso azul y damascos, semillas y piel de pera, pinot noir o un buen cabernet, té fresco, fruta madura.

Si para los antiguos, el «conócete a ti mismo» (γνῶθι σεαυτόν) inscripto en el templo de Apolo, era el camino fundamental de la sabiduría, desde la lírica presente en cada pequeño texto que compone esta novela, se renueva ese camino. Desde la sencillez de los cuerpos desnudos de dos hombres, la escritura de La ilusión de los mamíferos propone un viaje que apunta, sin ninguna pretensión, a descubrirse en cada nueva desnudez, más allá de lo fragmentario y limitado que sea, asomarse, como quién visita el teatro antiguo en donde se representaban las tragedias, a nuestra propia experiencia vital.

“Qué aburrimiento mortal ser uno mismo, quién podría preferir la ilusión de conocerse a la posibilidad de que ese conocimiento o esa confusión vengan de la ciénaga oscurísima del choque con otro.”

La lengua que construye la novela para narrar los duelos de una vida, las pérdidas del amante, del padre, de la abuela, de la infancia, tiene como límite la propia materialidad. Surrender, responde López para transgredir esos límites del mundo que el padre enseña amorosamente a nombrar y la abuela a traspasar. Hermoso, sensible, empático y maravilloso: Surrender. La lengua literaria es aquella que significa con toda la riqueza posible del sentido, pero también más allá de sus límites.

Estar con otro puede ser la forma más hermosa de ser, pero por momentos hace frío, es triste, absurdo, duele y cansa, pero sobre todo, se acaba.

“Ahora veo en el balcón cómo resbala la tarde, cómo el sol se deshace material en los segundos y sé que los domingos se acaban, que esa exageración vital a la que me aferré fue un mediodía que no podía ser eterno”.

Todo lo que no sea el placer de los cuerpos es otra lengua, incomoda por lo ininteligible, nos vuelve torpes. Estamos con vestimentas ridículas ante el deseo. Fuera de lugar, necesitados, carentes. Todo es una soledad que se nos vuelve desproporcionada.

La aventura del amante desautomatiza el tiempo, lo delimita y recorta como las religiones antiguas configuraban el tiempo sagrado oponiéndolo al profano.

Ya no tenemos dioses. Que haya siempre, cuerpos a los que abismarse, amantes para desnudarnos.